martes, 3 de abril de 2018

UNA PERFORMANCE ANTIESCLAVISTA EN EL PASEO DEL PRADO DE LA HABANA

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Por Carlos Ferrera

LA CONSPIRACIÓN
El 19 de julio de 1840 poco antes de las cinco de la tarde, un sargento del Piquete de Dragones que hacía la guardia en el Paseo del Nuevo Prado, recibía la denuncia del atribulado calesero de los Condes de Jaruco, cuyo vehículo y bestia le habían sido robados al apearse del pescante unos minutos para beber agua en la fuente de Neptuno. 
El 21 de julio a las doce del mediodía, un apuesto joven vestido a la usanza europea le entregaba al sacristán de la Catedral de La Habana una bolsa con veinte pesos de oro y salía apresuradamente por la puerta trasera de la sacristía.
El 22 de julio a las tres de la tarde, la doncella de la Condesa Viuda de Merlín le entregaba a su ama una nota sellada. Después de leerla, la aristócrata manda a preparar la habitación del piso alto y agregar dos cubiertos a la mesa de la cena.
El 23 de julio a las nueve y diez de la mañana, dos guardias se presentaban en una cuartería del número 54 de la Calle de los Mercaderes, para conducir a Capitanía bajo arresto a un ciudadano libre y de color de profesión poeta.
A las once y media de la noche de ese mismo día, un carruaje cargado de baúles con las cortinillas echadas, casi atropella al farolero que encendía las luces nocturnas de la Calle de la Obra Pía, perdiéndose luego en la oscuridad.
Los cinco acontecimientos que aparentemente no guardaban ninguna relación, eran parte de una misma conjura que dio que hablar durante largo tiempo en los salones de la aristocracia habanera. 
El asunto que en sí mismo era bastante superfluo, fue injustamente exagerado por los periódicos y la opinión pública. Sin embargo, lo ocurrido iba a marcar para siempre las vidas de los implicados y las de sus descendientes.
Pero ellos estaban muy lejos de sospecharlo entonces.
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Los habaneros que leían con frecuencia la página de Sociedad del Diario de la Marina, se desayunaron con un extraño titular que apareció en la edición del 23 de julio de 1840:
“LOS FUTUROS MARQUESES DE VILLEGAS, RECIÉN CASADOS AYER EN LA CATEDRAL DE LA HABANA, ESCAPAN DE LA CEREMONIA PARA ASISTIR A LA TERTULIA DE UN POETA INDEPENDENTISTA DE COLOR.”
Por estrafalario que resultara el titular, a pocos debía sorprender la noticia considerando el abultado historial rebelde que ya acumulaban los mencionados recién casados en las columnas sociales de entonces. Que dejasen plantados en el atrio de la Catedral de La Habana a 300 aristócratas de alcurnia para ir a reunirse con un artista mulato, era sólo anecdótico en el currículum de una pareja que conmocionó a La Habana de entonces como ninguna otra.
Esa tarde de domingo de 1840, un mes antes de que apareciera en el Diario de la Marina el mencionado titular, los criollos y libertos que deambulaban en apretadas filas por el Nuevo Prado esperando la llegada de las volantas de carrera, se quedaron helados de asombro al ver a dos aristócratas que recorrían despreocupadamente la calzada peatonal izquierda de la alameda en dirección al mar haciendo, haciendo chistes y riendo con estridencia.
Y es que aunque media Habana conocía al dedillo a los dos paseantes por motivos que se verán después, parecía una locura que éstos se arriesgaran a recorrer el paseo a pie, sin coche, sin criados y sin damas de compañía, rompiendo todas las reglas del protocolo social al que obligaba la etiqueta de entonces, sobre todo después de lo que había ocurrido. Así debió pensarlo el Sargento de Dragones, que enmudeció al verlos venir, pero ellos le dedicaron un afectuoso saludo y continuaron su camino en dirección al Castillo de La Punta.
¿Quiénes eran estos dos jóvenes locuaces y a todas luces de tan buena estirpe?
La hermosa mujer, que no paraba de reír, andaba con pasos cortos pero seguros y no llevaba bolso ni sombrilla. Dejaba ver parcialmente su cabello rubio escondido en un sobrio recogido, bajo un sombrero verde pálido de ala ancha adornado con gasas del mismo color. Lucía un escotado pero elegantísimo vestido con enaguas, también en la misma gama, bajo el que asomaba un par de diminutos botines de ante con hebillas de plata.
Era Doña Victoria Canals i Feliu, catalana de origen y dentro de pocos días cubana por matrimonio, cuando contrajera nupcias con el joven trigueño que caminaba a su derecha sin tomarla del brazo: Don Alfonso Román de Villegas, posiblemente el más rico heredero de todos los cubanos del país.
La pareja parecía ignorar el revuelo que su presencia ocasionó en el Nuevo Prado, pero todo el mundo recordaba perfectamente el último acontecimiento del que habían sido protagonistas sólo una semana antes en aquel mismo lugar.
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Don Alfonso Román de Villegas era un apuesto y fornido criollo de veintinueve años, hijo único de un matrimonio de rancios hacendados españoles que habían hecho su agosto en el negocio de la industria azucarera y la trata de esclavos a finales del siglo XVIII.
Sus padres, Don Felipe Román y Doña Carmen de Villegas, poseían la mayor fortuna del Valle de los Ingenios de la Villa de Trinidad, además de ser titulares de numerosos bienes inmuebles en La Habana y Santiago de Cuba. La familia estaba considerada como la más acaudalada del país, y esperaban que Alfonso también dedicara su vida a incrementar ese patrimonio y servir con devoción a la Corona.
Pero por varios motivos, Don Alfonso resultó desde muy joven un hueso duro de roer para sus progenitores. Dueño de una inteligencia poco común, una indoblegable voluntad y un enérgico carácter, Alfonso rápidamente fue consciente de los males que aquejaban al país. La pobreza, la esclavitud, el racismo y la desigualdad social que distinguían a la Cuba de principios del siglo XIX, despertaron en él una irrefrenable sed de justicia que se acrecentó cuando ingresó en la Facultad de Derecho de Universidad de La Habana. Allí tomó contacto con los incipientes grupos estudiantiles contrarios a la Corona y perfiló su ideología anticolonialista. Su pensamiento encontró una respuesta frontal en el conservadurismo de sus padres, representantes de todo eso contra lo que él había decidido luchar.
Pero los ideales independentistas del joven heredero no sólo encontraron un fuerte obstáculo en la intransigencia de los Marqueses de Villegas, y en el inmenso abismo social que lo separaba de las clases oprimidas. Un marcado rasgo de su personalidad competía con su carrera política: el futuro Marqués de Villegas era un juerguista irreformable.
Por entonces Cuba entera era una bomba de relojería, pronta a explotar en las narices de la Corona española pocos años más tarde, pero que de momento incubaba su artillería ideológica en el seno de la intelectualidad, el arte y la clase universitaria. Era sintomático que esa misma Cuba inmersa en los preparativos de lo que sería después La Guerra de los Diez Años, también se diera un generoso respiro para disfrutar del arte y la diversión. Política, cultura y ocio compartían el mismo escenario, o al menos solapaban sus campos de acción.
La Habana bullía de vida licenciosa, un detalle que parece haber desaparecido bajo la mojigatería de muchos cronistas, que aun hoy se niegan a reconocer que un distinguido prócer de la independencia, pudiera comenzar el día con un vibrante discurso libertario en una tertulia del escritor Don Cirilo Villaverde, para terminarlo ebrio de aguardiente en brazos de una corista del Teatro Tacón.
No había estudiante universitario que no tuviera que certificar con testigos su paso por la cama de una de las tantas putas del barrio de Belén, para entrar a formar parte de ciertas hermandades del Campus. Los más sórdidos serrallos acogían a un crisol de hombres y mujeres de extracción social de lo más ecléctica: bailarinas y catedráticos, poetas y meretrices, actrices y militares, todos ellos se entregaban a la juerga nocturna con el mismo entusiasmo.
Una extensa galería de héroes de guerra, músicos, poetas, maestros, médicos, escritores y líderes del pensamiento intelectual de entonces, presentados a la posteridad como inmaculados ejemplo de moralidad y civismo, se entregaban sin remordimientos al placer más desenfrenado después del cañonazo de la nueve. Quitarse los calzones en la cama de una meretriz, no mermaba en absoluto la capacidad de luchar por la Patria, un comportamiento en perfecta concordancia con la naturaleza humana.
Y un modelo exacto de esa conducta era sin dudas el joven Don Alfonso Román, próximo Marqués de Villegas. No había tertulia, teatro o lenocinio habanero que no hubiera servido de escenario a alguna de las fiestas que se montaba el joven aristócrata, noche sí, noche también. Desde casi adolescente, Alfonso conseguía burlar la vigilancia de sus padres, criados y preceptores, para escapar de noche e ir a reunirse con sus compañeros de farra, lo mismo en un baile de máscaras en el Teatro Tacón que en la mancebía de peor fama de extramuros.
Ese mozalbete fornido, astuto y culto, alumno aventajado de José de la Luz y Caballero en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, que de día era capaz de citar de memoria a Shakespeare y a Voltaire en una distendido almuerzo familiar, de noche se convertía en un hedonista sin límites, adicto al alcohol y a las orgías en todas sus variedades y entregado a las más lujuriosas prácticas sexuales que pueda uno imaginar.
Alfonso gozaba de las bondades de la noche habanera hasta el amanecer, para luego aparecer fresco e impoluto al día siguiente en casa de su maestro, el eximio pedagogo José de la Luz y Caballero, para departir sobre poesía y filosofía con los poetas Domingo del Monte y José Jacinto Milanés.
Más de una vez el calesero del joven Alfonso Román tuvo que regresar andando al regio palacete familiar de los Villegas en la calle de la Obra Pía, con el consecuente castigo de sus enfadados amos. Los marqueses descargaban su furia en el esclavo por no haber traído consigo al joven casquivano, que a esas horas comenzaba una de sus calenturientas fiestas privadas.
A la mañana siguiente llegaba él conduciendo la calesa con el rostro risueño, el pelo revuelto y la levita desabotonada. Subía a sus habitaciones privadas haciendo caso omiso a las quejas de sus padres, para bajar al mediodía pulcro y afeitado y volver a salir, esta vez para conspirar contra la Corona en casa del líder independentista José Antonio Saco.
Sospechándole a su hijo un incierto futuro por causa de esos ideales y también queriendo poner fin a tan livianos hábitos nocturnos, Don Felipe y Doña Carmen obligaron a Alfonso viajar a España para que concluyera su formación académica en la prestigiosa Universidad de Salamanca. Pretendían de este modo alejarlo del hervidero independentista que eran entonces las aulas universitarias habaneras, confiando en que una temporada en la Metrópoli sometería su espíritu rebelde y le haría renunciar a esos vicios que ni ellos mismos se atrevían a mencionar por su nombre.
Efectivamente, en Salamanca Alfonso concluyó con laudes los estudios de derecho que había comenzado en Cuba y recibió una rígida educación pro colonial encaminada a fomentar la postura conservadora que se esperaba de alguien de su condición, pero sus profesores no consiguieron hacer la menor mella en sus sólidos ideales libertarios. Por el contrario, su estancia en España cimentó si cabe, aun más sus convicciones políticas. En cuanto a su apego a la juerga, tampoco la severa disciplina académica peninsular logró alejarlo de prostíbulos, bares y cantinas.
Alfonso tenía una capacidad especial para embriagarse en una noche de lujuria y aparecer a la mañana siguiente en el Campus con mejor cara y más lucidez que cualquiera de sus compañeros, a los que sacaba amplia ventaja en el terreno docente.
Alfonso Román se había propuesto graduarse de abogado sin renunciar a los placeres de la carne y lo consiguió.
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Fue en un viaje de vacaciones a Barcelona, el mismo día que cumplía veintiocho años, que Alfonso Román conoce a Victoria Canals i Feliu, una jovencita catalana locuaz, terca e independiente de sólo veintidós primaveras, que resultó ser nada menos que la dueña de uno de los mayores imperios textiles de Cataluña.
El padre de Victoria, Don Tomàs Canals i Canals, había conseguido ubicarse a la cabeza de la producción textil catalana desde principios de siglo. Único heredero de uno de los mayores imperios algodoneros del Baix Llobregat, gozaba de gran prestigio. Fue su estirpe la que impulsó el despegue de los textileros de esa región a finales del siglo XVIII.
Don Tomàs contrajo matrimonio con Josefina Feliu i Teixidor, hija adoptiva de Don Narcís Feliu de la Peña, fundador de la prestigiosa empresa textil Companyia de la Santa Creu.
Esa beneficiosa fusión empresarial convirtió a la joven Victoria en una de las más ricas herederas del país y la más acaudalada de Barcelona, ciudad donde se fueron a vivir los Canals hasta que la chica fue enviada a estudiar a un colegio en París.
Pero si alguien pensó que Victoria por fin sosegaría la exacerbada libido de Alfonso Román, errado estaba. Puede decirse que Victoria era la horma exacta para el zapato de Alfonso, si no su equivalente femenino. Mujer inteligente y decidida, de ideas avanzadas y opuesta frontalmente a la política colonial de España, se avenía a la perfección con la ideología de su prometido. Pero lo que la convertía en su complemento ideal era otra cosa: lo superaba con creces en libertinaje.
Además de un gran patrimonio industrial, Victoria era dueña de un extenso y sofisticado repertorio de conductas sexuales y formas amatorias aprendidas durante su estancia en el extranjero, que desde muy joven la convirtieron en todo un personaje de la Barcelona nocturna. Don Tomàs y Doña Josefina, personas de buen corazón pero escasas luces, no sospecharon nunca que aquella inocente y casta criatura, que los despedía con lágrimas en los ojos desde un tren en marcha en la barcelonina Estación de Francia, completaría con aplicación y rigor en la Ciudad de la Luz todo lo que había aprendido tumbada tras los fardos de algodón de los telares de su padre, con la inestimable ayuda de toda la plantilla de empleados.
De modo que la avispada Victoria regresó de París a los veinte años, no sólo con un latín fluido y sobresalientes dotes retóricas, sino también convertida en una pródiga hedonista, compulsiva degustadora de vinos y versada consumidora de rappe y otras sofisticadas drogas que hacían furor en la Europa más desprejuiciada de entonces.
Pero quiso el destino que los padres de Victoria murieran de malaria durante un viaje de placer a La India poco después de que la joven regresara a España, dejándola sola, libre y millonaria. Victoria guardó el luto de rigor y al año y un día, tiró toda su ropa negra y se instaló en un suntuoso palacete del Carrer de la Porta Ferrissa, en el Barrio Gótico de Barcelona. Su nueva residencia llegaría a ser el mayor centro de perversión de la Ciudad Condal y la sede de los más desenfrenados banquetes orgiásticos de la época.
Subían allí a intercambiar fluidos, prostitutas, marineros, bailarines de ambos sexos, soldados de permiso y hasta algún vendedor ambulante con cierto atractivo entre las piernas. Nada escapaba a las fantasías de esta mujer que no reparaba en el sexo, la edad ni la condición social para meter entre sus sábanas a quien le despertara la más leve excitación.
No contenta con su desparpajo, Victoria comenzó a frecuentar cada vez con más asiduidad los tugurios más oscuros del Barrio Chino. Allí en el Carrer del Carme encontró una taberna en venta llamada “El Ganivet d’Or”, que inmediatamente compró y acondicionó como exclusivo club privado.
Bajo su regencia, “El Ganivet d’Or” se hizo célebre por las fiestas subidas de tono a donde se dice que llegaron a acudir figuras de la talla de el pintor Jenaro Pérez Villamil, que le regaló docenas de bocetos sobre el ferrocarril –estaba obsesionado con el tema- pero que jamás le dio un beso.
También pasó por allí el notable pianista Enric Clot, al que obligaba a practicar sexo con una de sus sirvientas mientras ella miraba y hasta el romántico pintor madrileño Leonardo Alenza cuando venía de paseo a Barcelona. El talentoso discípulo e imitador de Goya dejó prendada a Victoria con su sensibilidad exquisita, pero la rechazó por libertina. A ella no le afectó el desplante –en realidad le afectaban pocas cosas- y se limitó a decirle sonriendo en una de sus tertulias: “No me importa no poseerte Leonardo, me basta con recordarte cuando me voy a dormir, si tengo un calabacín a mano”.
Y a “El Ganivet d’Or” llegó Alfonso Román buscando buen vino y emociones fuertes, una noche de invierno de 1839, acompañado por dos de sus compañeros de carrera, tan entregados al vicio como él. 
Victoria se encontraba sentada mirando a la puerta en una de las mesas del fondo con una de sus tantas amigas vedettes del Liceo y al verlo se levantó, caminó hacia él y sin darle tiempo a quitarse el abrigo le espetó en el más cerrado catalán del Baix Llobregat: “Jove ¿tindrà vostè temps lliure per venir a dormir amb mi aquesta nit?”.

Victoria no podía imaginar que aquel chico de tez blanca y rasgos europeos era más cubano que las palmas.
El resto del local rompió en estruendosas risas. Uno de los acompañantes de Alfonso, también catalán, le tradujo al joven el requerimiento de la lanzada jovencita, al tiempo que la advertía a ella del origen de él y su desconocimiento del idioma autóctono.
Victoria se sorprendió gratamente imaginando que aunque blanco y de finas facciones, aquel hombre debía llevar escondido entre las piernas un generoso regalo genético que podría hacerla muy feliz, según se decía entonces de los venidos de aquellas latitudes.

Alfonso, que no necesitaba ayuda para ponerse a tono y era más listo que el hambre, le respondió con su meloso acento del trópico: “Estaría encantado señorita, si también tiene usted espacio en su cama para mis colegas”.
Ella rompió a reír y los invitó a todos a brandy escocés del mejor. Esa noche Alfonso Román y sus dos compañeros conocieron el palacete de Porta Ferrissa y toda la anatomía de Victoria repetidas veces. Al día siguiente los compañeros de Alfonso lo dejaban en brazos de la experimentada millonaria y al cabo de dos semanas aun la pareja no había bajado del piso alto del palacete del Barrio Gótico. Sí que habían subido las catorce noches, un desfile de coristas, cantantes del Molino, una larga lista de marineros griegos y casi una escuadra entera de soldados de remplazo, para compartir sábanas y desayuno con los dos amantes.
El 14 de enero de 1939 Alfonso le pidió a Victoria que se casara con él y el 15 la catalana hizo las maletas y embarcó hacia La Habana con el joven criollo, haciendo oídos sordos a los consejos de familiares y amigos.
La puta más instruida y rica de Barcelona, nunca más regresaría al Viejo Continente.
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Y sucedió que una noche en que Don Alfonso y su novia dieron rienda suelta a sus bajas pasiones en una fiesta privada que organizaba un conocido coreógrafo del Teatro Tacón, como tantas otras veces Alfonso ordenó a Evaristo, el negro calesero de la familia, que regresara a casa a pie de madrugada y sin ellos.
Cuando el desdichado esclavo se presentó ante los marqueses de Villegas y explicó lo ocurrido, Don Felipe furioso ordenó desnudar y azotar al negro por su falta de celo. El castigo fue tan violento que pobre esclavo murió al cabo de unas horas en medio de atroces estertores.
Al enterarse de lo ocurrido, el joven Alfonso montó en cólera y resolvió dar un escarmiento a su padre.
Sus amigos le esperaban aquella tarde en las inmediaciones del Teatro Tacón, para asistir a primera hora de la noche a un baile de máscaras, amenizado por la orquesta del genial maestro Brindis de Salas.

Pero a las cinco de la tarde Alfonso se tiznó la cara con carbón, vistió las ropas de su calesero muerto, se caló el sombrero de fieltro y ocupó su lugar al pescante del carruaje.

Allí le esperaba ya Victoria, sentada en la volanta descubierta, también tiznada hasta donde dejaba ver su generoso escote. Lucía un ceñido vestido de holán rojo fuego, un color expresamente prohibido por la etiqueta en el vestuario a las jóvenes solteras. Y enarbolaba una pancarta pintada con carmín que rezaba en grandes caracteres:
  “QUEREMOS SER NEGROS”
Durante mucho tiempo se habló en La Habana de la entrada de la pareja rebelde por la Zanja Real y de lo que sucedió después.

Alfonso había procurado llegar un poco antes de las seis, cuando el Piquete de Dragones ya había formado y marchado a bajar los estandartes. Todavía no se había completado la retirada de los aristócratas que frecuentaban el lugar a primera hora, pero ya empezaban a moverse por las inmediaciones de la alameda las primeras bandas de criollos, negros y mulatos libertos y otros estratos bajos del populacho que iban a disfrutar de las carreras de volantas.

El efecto que causó en la multitud la llegada de Alfonso y su novia fue extraordinario. A la vista del vehículo, más de un monóculo de oro se hizo añicos contra el suelo mientras su indignado propietario intentaba tapar con su sombrero la descarada farsa a la dama que le acompañaba. Ellas, igual de desconcertadas y bastante más escandalizadas, prodigaban a los novios los pocos insultos que les permitía su clase, amenazando con denunciar lo ocurrido a las más altas instancias del gobierno de la Isla. El libertinaje de Alfonso y La Catalana no era noticia, pero ya esto era demasiado.
Frente al Teatro Tacón, empezaba a congregarse también un nutrido grupo de jóvenes burgueses, artistas y gente del mundo bohemio, engalanados con fantasiosos disfraces y algunos luciendo ya las máscaras de rigor, pese a estar prohibido por el Piquete de Dragones llevarlas en el exterior del edificio. El grupo de disfrazados se sumó a los cantantes callejeros, floristas, negros rumbosos, lavanderas y chiquillería, que al paso de la volanta estallaban en sonoros vítores y silbidos lanzando flores al vehículo.
Alfonso y Victoria hacían el recorrido al trote, deteniéndose de vez en cuando ante una calesa conocida para saludar intencionadamente a sus distinguidos ocupantes, que aterrados echaban presurosamente la cortinilla, temerosos de que se les asociara con tan vulgar espectáculo. Los jóvenes adinerados sujetos aun al arbitrio de sus mayores, apartaban sus monturas al paso del vehículo fingiendo ignorar la osadía del heredero más rico de La Habana, pero los amiguetes de fechorías de Alfonso, en su mayoría jóvenes universitarios, artistas, mercaderes y comerciantes de clase media a los cuales la etiqueta les importaba un rábano, aclamaban a la pareja con piropos de todo género.
Por los laterales del paseo seguía acompañándoles a ambos lados de la calle central una densa multitud, que animada por la inusitada representación de Alfonso y Victoria, empezó a corear un estribillo rumboso improvisado sobre la marcha por algún pobre bardo de los que frecuentaban por decenas el paseo a esta hora. Acompañada por sonoras palmas, latas y palos, la seguidilla pronto se hizo eco en todo el Paseo:

“¡Caballeros qué choteo,
Alfonso quiere ser un negro feo!,

¡Pero miren a Victoria,
hoy está más prieta que mi novia!”

Sin embargo, la sorpresa mayor estaba por venir. Llegando a La Fuente de Neptuno y cuando no cabía un alfiler en ambas calles laterales, a una señal de Alfonso, Victoria se irguió sobre el asiento, se quitó el sombrero, se soltó la rubia cabellera hasta la cintura y de un tirón se despojó del vestido púrpura para quedar allí de pie, totalmente desnuda.
La hermosa dama había maquillado todo su cuerpo con carbón y ahora era una espectacular Venus negra, con la mata de pelo rubio al viento y una desafiante sonrisa.
Por una fracción de segundo el paseo entero enmudeció, pero fue solo un instante. Enseguida el jolgorio se convirtió en un rugir ensordecedor. En ausencia del Piquete de Dragones, la muchedumbre ebria de júbilo invadió la calle central para rodear la volanta obstruyendo el paso a las pocas calesas y caballos de los burgueses retrasados que intentaban abandonar el paseo precipitadamente.
Alfonso perdió la capacidad de maniobra y el vehículo fue literalmente empujado por la plebe en dirección al Castillo de la Punta. El caballo caminaba orondo entre la frenética multitud, como orgulloso de formar parte de la representación, mientras Victoria, prodigaba saludos como una ninfa de ébano desde su trono móvil cubierto de flores.
De pronto, al final del recorrido y a punto de girar para subir calle arriba otra vez hacia la Zanja Real, el cortejo se detuvo y el caballo dejó de andar.
Fue entonces que apareció el Piquete de Dragones. Avisados del revuelo por uno de sus chivatos a sueldo, los guardias entraron vara en mano cargando contra la muchedumbre de negros y criollos. Pegando mamporros a diestra y siniestra, a duras penas se abrieron paso hasta el sitio donde se hallaban los conflictivos causantes del desorden.

Pero cuando el Sargento de Dragones llegó hasta la volanta de los Marqueses de Villegas, allí sólo encontró al caballo mordisqueando las ramas bajas de un árbol y el vehículo completamente vacío.
En el interior, sobre el asiento de terciopelo y como único rastro de aquella heroica gesta, estaba el vestido rojo y la pancarta antiesclavista escrita con carmín.
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El escándalo obligó a intervenir al mismísimo Don Miguel Tacón, Capitán General de la Isla, que se personó en casa del Marqués de Villegas para pedir cuentas al enano aristócrata del comportamiento de su hijo y su conflictiva prometida.
Tacón había sido presionado por el Obispo de La Habana, que le encantaba excomulgar cristianos desde que la tomó con la Duquesa de Puentes Grandes. El prelado tenía ya redactada la excomunión de la pareja de libertinos con un catastrofista discurso que soñaba con terminar con la clásica vuelta al revés de los sirios encendidos y el grito de ¡Anatema!
El Marqués de Villegas hizo de tripas corazón y aceptó las protestas de ambos, pero le insinuó al Obispo que si expulsaba a su hijo de la Iglesia, rebajaría sensiblemente el monto de su óbolo anual a las arcas del clero, y dejaría de subvencionar las innumerables instituciones benéficas a las que daba de comer la Iglesia cubana con el dinero de los Villegas. A su primo el General, el diminuto Don Felipe le recordó las incontables empresas del gobierno que funcionaban con su bolsillo, por no hablar de la importancia que tenía su capital en la importación de mano de obra esclava y las exportaciones de tabaco y caña de azúcar de la Isla.
Ambas indirectas fueron inmediatamente asimiladas por los interesados, de modo que no se habló más del asunto, excepto que el pequeño Marqués de Villegas tuvo que garantizar ante la Iglesia y a la Corona, que a partir de la fecha, su familia no causaría ningún perjuicio político o moral a Dios ni a Sus Majestades en lugares públicos.
Así que para evitar males mayores y ahorrarse dolores de cabeza en el futuro, los Marqueses de Villegas se curaron en salud y organizaron una boda rápida el 22 de julio de 1840. Incluía un extenso periplo por medio mundo como regalo de novios, para alejar del país a los beligerantes recién casados al menos durante una temporada.
Lo que no sabían los Marqueses de Villegas era que los novios no tenían ninguna intención de abandonar la Isla.
En realidad el titular aparecido en El Diario de la Marina el día después de la boda, no era del todo exacto. El Diario de la Marina era una de las pocas publicaciones de la época que gozaban de un beneplácito explícito por parte de la administración colonial y esa deferencia era correspondida por sus editores con una incondicional postura en contra de todo lo que oliera a sedición.
Pero se daba la circunstancia de que en el caso de los Marqueses de Villegas, tampoco era conveniente tensar la cuerda. Una rápida visita del marqués al Capitán General Don Miguel Tacón, podía significar el cierre inmediato del diario.
De modo que el columnista encargado del asunto, el sibilino cronista español Don Manuel de Sepúlveda, prefirió bajar el tono y solapar entre sus líneas un mensaje envenenado a sus lectores: los futuros Marqueses de Villegas ya no sólo eran capaces de gritar a los cuatro vientos su filiación política después de haber escandalizado con su comportamiento inmoral a la gente de bien, sino que se atrevían a frecuentar conocidos círculos independentistas e incluso a alternar con un poeta de color de bastante mala prensa en los medios oficiales por sus ideas liberales.
Y es aquí donde empezaba a tener sentido aquella conjura que comenzó el 19 de julio en la sacristía de La Catedral de La Habana y terminó la mañana del 23 con la detención de un poeta de color en la calle Mercaderes.
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Doña María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, la Condesa Viuda de Merlín, eximia aristócrata cubano-francesa y refinada dama de la alta sociedad habanera de entonces, daba un concierto en su casa la tarde en que Alfonso y Victoria contraían nupcias.
La noble dama había llegado en rápida visita a La Habana procedente de New York y proyectaba marcharse pronto a París, de modo que invitó a la reunión a sus amigos íntimos, destacados intelectuales y artistas con los que no había tenido contacto en varios años.
Allí se reunieron aquella tarde entre otros, el notable periodista Don Francisco de Paula Orgaz, el intelectual bayamés José Antonio Saco, el pianista español radicado en Cuba Clemente Peichlep, el violinista, contrabajista y director de orquesta de bailes Claudio Brindis de Salas y el músico y pintor Guillermo Colson. Y allí estaba también por deseo expreso de la Condesa de Merlín, Gabriel de la Concepción Valdés, conocido como Plácido, el poeta mulato que moriría cuatro años después acusado de pertenecer a la tristemente célebre Conspiración de la Escalera.
Pero el ágape, a pesar de reunir a tanto intelectual y artista comprometido con la causa libertaria, estaba muy lejos de ser una reunión política, mucho menos un cónclave sedicioso.
El joven Alfonso había conocido a la anfitriona en Madrid, durante uno de los viajes que hizo a la capital española mientras estudiaba en Salamanca. Inquieta y muy dada a las reuniones literarias, la grande dame había intimado con el joven cuya inteligencia y sensibilidad artística admiraba y del que se consideraba “madrina” intelectual.
Amiga personal de Goethe, la marquesa introdujo a Alfonso en el exclusivo mundo cultural europeo. Por su intermedio Alfonso conoció a excelsas figuras del momento como Franz Liszt y Víctor Hugo, visitó las mejores pinacotecas del mundo y alternó con lo mejor de la aristocracia europea. La Condesa continuó manteniendo una amena correspondencia con la pareja desde París cuando Alfonso y Victoria viajaron a La Habana.
El mismo día del enlace, la Viuda de Merlín había pedido disculpas a Alfonso por no asistir a la ceremonia. No comulgaba con la burguesía habanera de entonces y tampoco era bien vista por la clase pudiente debido a su comportamiento liberal.
Alfonso le envió una nota esa misma tarde donde la disculpaba entendiendo sus motivos y le participaba de que había decidido escapar de la boda con Victoria para asistir a su tertulia. Pernoctaría esa noche en su casa, si ella estaba de acuerdo, para esperar a que se calmaran los malos humores que seguro levantaría su fuga.
La Condesa a pesar de casi triplicar la edad de los recién casados, era de naturaleza rebelde y bohemia como ellos, así que se avino al plan con picardía –le encantaba fastidiar a los de su clase–. Inmediatamente mandó a preparar otra habitación y dispuso todo lo necesario para que los jóvenes disfrutaran de una buena cena, cantidades generosas de Oporto y las cuartetas del poeta Plácido. La grande dame sabía que no volvería a verlos nunca más cuando embarcara tres días después rumbo a Francia en el buque Le Havre-Guadeloupe.
Con el fin de garantizarse una huida del templo sin contratiempos, Alfonso había sobornado la mañana anterior a Fray Poncio de la Peña, un interesado sacristán de la Catedral que era capaz de vender a su madre por un doblón de oro. Veinte monedas del vil metal sirvieron para que el interesado religioso les apañara la huida por la puerta trasera de la sacristía mientras se entretenía a los invitados con un par de himnos litúrgicos.
Como desde el incidente de la volanta el Marqués de Villegas prohibió a su hijo utilizar cualquier quitrín, calesa o volanta de la familia si no viajaban él o la marquesa, Alfonso preparó un riguroso seguimiento al calesero de los Condes de Jaruco. Éste tenía la costumbre de detenerse a beber agua en la Fuente de Neptuno cuando regresaba de dejar a sus amos cada tarde en Palacio de los Capitanes Generales, donde los nobles iban a tomar café con Tacón, de modo que Alfonso sólo tuvo que esperar a que el inocente negrito repitiera la rutina el día antes de su boda para desaparecer con el vehículo y bestia de los Condes. 

El transporte le serviría para escapar de la Catedral con Victoria sin ser reconocido por el anagrama de la calesa, que además le daba vía libre para circular hasta la casa de la Condesa Viuda de Merlín sin contratiempos. De paso le devolvía la pelota a la familia Jaruco, que había robado aquella estatua ecuestre de bronce de su padre en la Alameda de Paula.
En cuanto al poeta mulato Plácido, llamado así cariñosamente, pero cuyo nombre verdadero era Gabriel de la Concepción, vale la pena apuntar que ni siquiera conocía a los novios. Era un invitado más a la tertulia de la Condesa y los poemas que leyó esa noche eran romanzas de amor que nada tenían que ver con la conspiración libertaria.
Plácido era asiduo a las tertulias de la Condesa desde 1836, fecha en que la conoce en la casa de Cirilo Villaverde. Ésta queda extasiada con sus poemas y se convierte en su mecenas, algo que nunca se dijo a la opinión pública, que también empezó a conocerlo por sus ideas políticas.
Su presencia en la casa de la Condesa aquella noche casi pasó inadvertida, pero los españoles la utilizaron para montar una falsa conspiración política en torno a los recién casados. A la mañana siguiente al agasajo, la guardia fue a detenerlo a su modesta habitación de la calle Mercaderes por sedición.
Resultaba que la única vez que Alfonso y Victoria no estaban conspirando, se les acusaba de hacerlo.
La columna aparecida en el Diario de la Marina fue suficiente para levantar los chismorreos más tendenciosos en torno a las supuestas actividades políticas de la pareja, que sonriente y vistiendo aun el traje de novios bajó de la calesa robada a los Condes de Jaruco esa misma mañana frente al palacete de los Román, en lo que hoy es el número 21 de la Calle de la Obra Pía.
De lo que pasó en el palacete de los Marqueses nos ocuparemos más adelante, bastará saber que aquel mismo día el Capitán General de la Isla prestó su coche al matrimonio para que abandonaran La Habana en la oscuridad de la noche con rumbo desconocido.
Al pescante iba el propio Alfonso, que casi atropella al pobre farolero que daba las luces en la Calle de la Obra Pía.                         
(Fragmentos de la novela en preparación "El Guayabal" 1999)
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Cubano de nacimiento y catalán de adopción

4 comentarios:

  1. Ya lo he expresado antes, lo real maravilloso en su máxima expresión!

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  2. Ya lo he expresado antes, lo real maravilloso en su máxima expresión!

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  3. Te pasas mucho Carlete, jajajajajaja. Un abrazo y mi agradecimiento por la visita

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