Por Carlos Ferrera
Pretendo que esta crónica humilde sea un homenaje a la guapería, al aguaje y la rutina. Su protagonista es el guapo más guapo de La Habana, entendiendo “guapo”, no
en su acepción castiza referida a la belleza física, sino guapo a la cubana,
sinónimo de valor, arrojo y coraje. Y Eugenio ya era un guapo con carné, cuando
el gran Yarini ni siquiera soñaba con nacer.
Eugenio Casimiro Rodríguez Carta, nacido pobre y crecido
casi analfabeto, era más guapo que los guapos del guantanamero y mítico Yateras,
tierra de guapos de sangre, pero que terminó quedándose sin ellos. Esa
repentina “orfandad” de hombres con testículos, fue de inmediato trasladada al
pentagrama patrio por los bardos del vulgo, con aquella canción que ahora no
viene al caso, pero que a los cubanos nos dejó claro un hecho consumado: se
acabaron los guapos en Yateras.
La sede cubana de la guapería se trasladó entonces a otro pueblo en occidente; San José de las Lajas.
Allí nació en fecha no determinada, pero
empezando el siglo, Eugenio Casimiro Rodríguez Carta (no Cartas como leo en
casi todas las crónicas que lo refieren).
San José de las Lajas, Iglesia. |
Dicen que Eugenio era ya guapo de chiquito, y que tenía a todo el barrio acojonado, tanto a niños como adultos. Eugenito se fajaba con malanga por la razón más paupérrima, y aprendió de chiquito a empuñar la navaja, paso previo a las pistolas que ya usaba desde los 14, apenas siendo un adolescente. A esa edad, recibió del alcalde lajero -también cagado de miedo-, su primera pistola reglamentaria.
Eugenio no entendía, se lanzaba, se mandaba y se zumbaba sin
mirar la talla o edad de su oponente. Era guapo, guapo, muy guapo. Hablaba
poco, dicen que porque su marca era la acción y no la palabra, pero me atrevo a
suponer, sin muchas dudas, que el motivo de su actuar silencioso era su
horrible y ridícula voz de falsete, un tono aflautado que no cuadraba nada con
su imponente físico.
Sea como fuere, Eugenio descubrió que podía seguir siendo
guapo sin abrir la boca. Su problema foniátrico no mermaba en nada su carácter
de hombre valiente, sin miedo a nada.
EL CANCERBERO
Pero de pronto a Eugenio, San José se le quedó chiquito, muy
chiquito para su ego grande y su gran guapería. Ya era el matón oficial de la
zona, por eso a los 10 meses de su nombramiento, y con el aval brillante de una
hoja de servicios intachable, que hizo redactar y firmar al alcalde local, amenazándolo
de muerte con la misma pistola reglamentaria que él le dio, fue trasladado y ascendido
a Jefe de la Policía de Cienfuegos.
Cienfuegos, Teatro Terry |
Allí se estableció, ahora con el libre albedrío que su cargo
le otorgaba, con plenos poderes para ejercer su profesión de matón a sueldo con
permiso. Eugenio Casimiro hizo todavía más radiante su hoja de servicio,
defendiendo a los cienfuegueros ricos de los que podía obtener favores de
agradecimiento. Así se ganó, casi enseguida, la simpatía de políticos,
burgueses y terratenientes adinerados. De pronto la clase pudiente cienfueguera
tenía un entregado perro guardián que le cuidaba las espaldas. Eugenio había
conseguido sacar rédito a su guapería; era la autoridad máxima; nadie podía
soplarle en la oreja. O eso creía él.
Cienfuegos, cine Trianón, 1918 |
Eugenio estableció un régimen del terror en Cienfuegos,
encarcelando, pegando y mandando al otro mundo a cualquiera que atentara contra
los intereses de sus protegidos. Todo valía para cuidar a los ricos,
que gustosamente le recompensaban su fidelidad. El hombre más guapo de San José se
convirtió en el más celoso y reclamado guardián de los intereses de la élite
cienfueguera. Hasta el día que a Eugenio, todo se le torció en La Perla del Sur.
LA CÁRCEL
Corría el año 1918 y se inauguraba con grandes fastos el
hermoso y ecléctico palacio Ferrer de Cienfuegos (hoy Casa de la Cultura
Benjamín Duarte) proyecto refinado del célebre arquitecto cienfueguero, Pablo
Donato Carbonell, autor también de otro tesoro arquitectónico de Cienfuegos, el
Chalet de Valle.
Palacio Ferrer recién inaugurado |
El palacio Ferrer le había sido encargado a Carbonell, por el comerciante y hacendado catalán José Ferrer Sirés. El magnate español le pidió a Eugenio, en calidad de jefe de la policía local, que montara un dispositivo de seguridad para garantizar el orden durante la fiesta de inauguración de su nueva morada. Asistiría lo más granado de la burguesía y la aristocracia de todo el país, y Ferrer no quería disturbios. En aquel mismo palacio se alojaría dos años después el tenor italiano Enrico Caruso, de paso por la ciudad, cuando cantó en el Teatro Terry.
Eugenio cumplió al pie de la letra los deseos del millonario
catalán. Pero se tomó con tanto celo su trabajo, reprimiendo a viandantes y curiosos
a porra limpia para despejar la zona, que recibió una reprimenda del alcalde de
la localidad, por sus procedimientos abusivos. Entonces Eugenio empuñó su rifle
reglamentario y le alojó un tiro en el corazón al pobre jefe del consistorio
cienfueguero.
No están documentados los detalles del asesinato, e ignoro
las circunstancias exactas del conflicto. Pero sí sé que fue acusado por los
propios burgueses cienfuegueros de la muerte del alcalde, y que fue llevado a
juicio y condenado a la pena capital. Aquellos a quienes había servido Eugenio
con tanto celo, lo mandaban ahora al paredón, sin medias tintas. A Eugenio se le
había acabado su suerte de guapo.
Sin embargo, siempre en los momentos que le eran adversos, Eugenio caía de pie. Gracias a su estatus de jefe policial máximo de Cienfuegos, su sentencia a muerte no fue ejecutada, y la pena capital le fue conmutada en el Tribunal Supremo por una cadena perpetua, que el Tribunal resolvió que cumpliera en una cárcel habanera.
Fortaleza de El Príncipe. Loma de Aróstegui, La Habana |
Eugenio Casimiro Rodríguez Carta fue trasladado a La Habana por orden del Jefe de la Policía Nacional del gobierno del entonces presidente Alfredo Zayas. Allí en la capital cubana, fue internado en el Castillo de El Príncipe, en la legendaria Loma de Aróstegui, para cumplir su pena de por vida.
Y en la vetusta e histórica fortaleza habanera, aceptó
Eugenio con resignación su sino. Dicen los cronistas que, incluso entonces, no
mostró ningún signo de arrepentimiento ni flaqueza. Estaba decidido a mantener
hasta el final su prestigio de guapo, que otra vez le sirvió de mucho para
cambiar su negro futuro de convicto.
Eugenio consiguió en prisión, gracias a la intimidación y al
chantaje a reclusos y guardias, agenciarse con un puesto de limpiador en la
cárcel, que le permitía ampliar el número de horas que podía permanecer fuera
de su celda. Comenzó a barrer y baldear los pasillos y otras áreas de la
prisión, vetadas a los otros presos, incluida la oficina del alcalde de la
penitenciaría.
AMOR ENTRE REJAS
Eran ya finales del año 1921. A la sazón, el alcalde de la
Fortaleza de El Príncipe, era el capitán Ors, esposo de María Teresa Zayas
Arrieta, la hija menor del recién electo presidente de la república, Alfredo
Zayas Alfonso, y la niña de sus ojos.
Alfredo Zayas |
Zayas era el cuarto presidente republicano desde el 20 de
mayo de 1921, y lo sería hasta 1925.
Cuando Eugenio cumplía su tercer año en prisión, Alfredo Zayas ya llevaba un año en el poder. Había sido el primer presidente constitucional que permitió la libertad de prensa sin censura, pero su gobierno desde el principio, estuvo lastrado por la corrupción, los escándalos públicos, y las oscuras operaciones financieras con las que Zayas saqueó el tesoro nacional, en beneficio propio y de su extensa familia. He podido encontrar solo una foto no muy nítida de María Teresa, fotografiada con su padre y el resto de la familia Zayas Arrieta, que aporto aquí. Está delante, a la derecha con sombrero oscuro junto a su hermana mayor, Margarita. Su madre, Doña Margarita Teresa Claudia del Carmen Arrieta y Diago, es la señora a la derecha de Alfredo Zayas (izquierda en la instantánea). No hay fotos documentadas de Eugenio, porque odiaba ser fotografiado, como todos los delincuentes, pero puede que esté en esta foto, que fue tomada en 1922 cuando ya había contraído matrimonio con María Teresa. Su imagen, por tanto, permanecerá siendo un misterio para nosotros.
Familia Zayas Arrieta al completo. María Teresa a la derecha con sombrero oscuro. |
A Alfredo Zayas todo le resbalaba tanto que, por su
flema y pasotismo, el vulgo habanero lo apodó, primero “El Chino” aludiendo a
su asiática paciencia, y luego “El Chino de la Peseta”, por su sabida adicción
al dinero.
Era su hija menor María Teresa, una joven pasional, de
carácter fuerte, majadera y caprichosa, que ejercía de hija de papá y mujer del
alcalde de El Príncipe con igual altivez. María Teresa visitaba con frecuencia la
cárcel donde su marido era la autoridad máxima, y le gustaba acompañarlo largas
horas en su lugar de trabajo.
Y allí en las oficinas de su esposo, se tropezó por vez
primera con el joven reo de San José de Las Lajas. Eugenio era ya un joven apuesto
y masculino, de virilidad curtida entre rejas, mirada profunda y rictus de
macho peligroso, cuya hombría no mermaba ni siquiera con una escoba y un cubo
en la mano. María Teresa quedó hechizada por Eugenio desde el minuto uno. La
había obnubilado el físico explosivo del lajero, su negra melena rizada y
revuelta, sus anchas espaldas de gladiador romano, y la mirada penetrante y
seductora que clavaba en sus ojos, con los suyos color de miel. Y a la Zayas le
encantaban los hombres bellos y guapos.
Incluso hasta la voz de pito de Eugenio, que hasta entonces
para él había sido su peor hándicap y un gran complejo, a María Teresa se le antojó música
celestial, llegando a definirla como “preciosa voz de falsete”. María Teresa se
había enamorado de Eugenio como una perra, y a Eugenio, otra vez, lo había
venido a ver la Virgen. Supo enseguida que la hija del presidente era su
salvoconducto hacia libertad y la vida. Y a partir de entonces, se propuso
utilizar esa ventaja que otra vez su buena suerte le había puesto en su camino.
Al percatarse de que no le era indiferente a la mujer de Ors,
Eugenio procuró estar presente en su despacho, cada vez que María Teresa venía
a visitarlo. Pronto la sedujo con miradas furtivas y estudiados detalles de
galantería que rápidamente hicieron efecto en la apasionada chica. Eugenio
siempre sabía qué hacer para atraer a las mujeres.
La farsa surtió un efecto inmediato; las visitas de María
Teresa al presidio “para ver a su esposo” se hicieron cada vez más frecuentes y
habituales; era el ardid perfecto para encontrarse con el recio matón de San
José, cuya cercanía podía disfrutar en las mismas narices del capitán Ors,
ajeno al idilio amoroso que estaba teniendo lugar en su propia oficina. Allí por primera vez María Teresa probó un beso furtivo de Eugenio, y allí se
enamoró de él para toda la vida.
LA LIBERTAD
Cuentan que una tarde de junio de 1921, María Teresa, ya
totalmente seducida por Eugenio, salió de la prisión resuelta a pedir, y casi a
exigir a su padre, la amnistía de su amado. El presidente Zayas, nunca se cohibía
de cumplir los deseos de su hija; se gastaba el dinero a puñados para complacerla,
y ya le había celebrado una boda millonaria con el capitán Ors a cargo del
erario público. Pero, aun así, esta impensable petición de María Teresa lo
sorprendió muchísimo.
No solo implicaba aceptar que su hija se divorciara del
hombre de bien que él había escogido para ella. Suponía, además, perdonar a un
reo peligroso que había asesinado a un alcalde, y más aún, bendecir el idilio
del maleante con su hija.
Pero el amor de padre y la insistencia de María Teresa,
pudieron con las dudas de Alfredo Zayas. Accedió a ambas cosas “por su
felicidad”, amnistiando a Eugenio, que una semana después salía en libertad de
El Príncipe, y del brazo de su amada, ante los ojos atónitos del Capitán Ors.
El pobre oficial herido en su moral ante sus subalternos, y
cornudo por obra y gracia de su esposa, jamás pudo recuperarse de su traición,
ni de la rabia y la vergüenza pública que le produjo haber sido sustituido en
su corazón y en su cama, por un delincuente convicto. La Habana entera se cebó
con la anécdota, y Ors no volvió nunca más a ser el mismo. Su hijo, José Agustín Ors Almeida, sería años más tarde también capitán del ejército de Batista, herido en los trágicos sucesos del cuartel de Goicuría en abril del 59.
Pero volviendo a María Teresa, la hija de Zayas tenía en su mente llegar más lejos con su
nuevo amor, ahora que ya había conseguido sacarlo libre de la cárcel. Apenas liberado Eugenio, la menor de las Zayas le comunicó a su padre que quería casarse con el ex convicto
inmediatamente.
El presidente Zayas debía conocer lo suficiente a su hija
menor, como para sospechar de antemano que ese iba a ser el final de la historia.
Sabiendo que cuando a María Teresa se le metía algo en la cabeza, era inútil
intentar quitarle la idea, había puesto en marcha un plan de contingencia, para
darle un poco de lustre social a su nuevo yerno, dotándolo de algún mérito que
tapara su pasado delictivo y le permitiera acompañar a su retoño al altar.
LA TUMBA VERTICAL
Así que, después de dar su consentimiento para que su hija
consumara el enlace matrimonial, nombró a Eugenio Casimiro, representante del
Partido Conservador en La Habana. De este modo, Eugenio volvía a recuperar la
buena estrella que le dio siempre su guapería, que ahora iluminaba también su
recién nacida vida política.
La boda de María Teresa y Eugenio fue todo un acontecimiento
social en La Habana, en la misma medida que motivo de cotilleos, críticas
feroces y burlas venenosas. Se había puesto en evidencia el poco rigor de la
justicia, manipulada por el presidente, y la baja catadura moral de la familia
Zayas.
Mientras tanto. Eugenio y María Teresa se fueron a vivir a un
suntuoso apartamento en el edificio América.
A pesar de que en los sitios más encumbrados de la capital comenzó
a conocerse como el Sr. Rodríguez Carta, Casimiro, no pudo dejar atrás su
pasado vandálico.
Entrada del Edificio América |
Durante los años posteriores al enlace, se le vinculó a
multitud de amenazas, chantajes, ajustes de cuentas y homicidios. Jamás se le
pudo probar nada, porque ahora además tenía el apoyo de su suegro y a su leal
cuerpo policial. Pero toda Cuba sabía que aquellos crímenes llevaban su marca.
Eugenio volvió a medrar entre los guapos habaneros, ahora
desde una posición acomodada. Salía a la calle como un pincel, conduciendo un
flamante Chevrolet del año, con trajes de dril cien y lustrosos zapatos
italianos. En público siempre se comportaba tranquilo y silencioso, pero todos
sabían que seguía siendo el matón de siempre, y que así tan tranquilo, podía
sacar su revólver y dispararle al pecho o a la sien, al que lo molestara por la
razón más simple.
También hizo muy buen uso de la dote que venía con su mujer,
incrementando de forma notable su capital a golpe de negocios turbios y chanchullos, con su
revólver y su activo principal: su guapería.
Aprovechando las influencias del suegro, el habilidoso matón
inició una carrera política por el Partido Conservador donde obtuvo un escaño
en la Cámara de Representantes, que ocupó durante tres períodos legislativos
consecutivos. El truhan más guapo de La Habana recuperaba así aquella inmunidad
legal que alguna vez tuvo antes de caer preso.
El matón analfabeto de medio pelo, sin oficio ni beneficio, había
vuelto a caer de pie, ahora en la más importante familia de Cuba. De frecuentar
a putas y delincuentes de los peores serrallos, ahora se codeaba con lo más
granado de la sociedad capitalina, como la familia Loynaz del Castillo, los
Céspedes, los marqueses de Pinar del Río y los Revilla de Camargo. También
conoció en persona a gran parte del personal diplomático europeo a través del
tío de su mujer, el Dr. Francisco de Zayas, Embajador de Cuba en París y
Bruselas, y hermano de su suegro. Eugenio parecía destinado a la gloria gracias
a su rentable guapería.
El Embajador José Francisco Zayas y Alfonso y otras personalidades cubanas, en el patio de la embajada de Cuba en Bélgica |
La llegada de un delincuente al círculo presidencial, y por
ende, a los más selectos ambientes de la aristocracia habanera, generó un gran malestar
entre sus miembros prominentes. Pero resulta sintomático que ese mismo año,
Zayas se apresurara a dictar la famosa Ley de Los Sargentos, en virtud de la
cual se concedían beneficios económicos especiales al estamento militar.
La jugada le granjeó de inmediato las simpatías del ejército, cuyos generales manifestaron públicamente su apoyo al mandatario. Entonces la incomodidad de la clase pudiente por la presencia de Eugenio entre ellos, quedó olvidada como por encanto. Otra vez el guapo de San José de Las Lajas, caía de pie.
La jugada le granjeó de inmediato las simpatías del ejército, cuyos generales manifestaron públicamente su apoyo al mandatario. Entonces la incomodidad de la clase pudiente por la presencia de Eugenio entre ellos, quedó olvidada como por encanto. Otra vez el guapo de San José de Las Lajas, caía de pie.
Ya rico y poderoso, Eugenio Casimiro, dueño de un ego más
grande que él, compró una parcela en el cementerio de Colón y ordenó construir
en ella una capilla familiar y dentro de ella, una tumba vertical donde cupiera su recia
humanidad de pie.
Panteón de Eugenio Casimiro Rodríguez en Colón |
Eugenio quería un sepulcro digno de su recia hombría y su gran
valor, que perpetuara en mármol de Carrara su legado para toda la eternidad: su
guapería sin parangón. Cuando muriera, sería enterrado como había vivido; de
pie.
LA TRAICIÓN
Es sabido que todo guapo que se precie, es también un
mujeriego irredento. Y Eugenio no era la
excepción; más bien era la regla.
Me habría encantado aquí poner nombre y cara a todas las
mujeres que pasaron por la cama de Eugenio, o que él visitó en las suyas. Pero a pesar de
que ha llegado a nuestros días su talante de macho promiscuo y rompecorazones,
no trascendieron nunca las identidades de las habaneras a las que pasó por la
piedra. Quizás -aventuro- porque casi todas pertenecía a la alta sociedad, y
era lógico que esos idilios se mantuvieran en secreto entre Eugenio y las
interesadas. Tampoco a él le venía bien airear a sus conquistas, ahora que era
todo un miembro de la política nacional y yerno del presidente de la República.
De esas mujeres solo he podido saber quién fue una de ellas,
que ya era bastante conocida en Cuba por otras circunstancias.
Al fondo a la derecha el Hotel Manhattan, en cuya planta baja vivía la farmacéutica. |
Se trataba de la dueña de la farmacia que había en los bajos del Hotel Manhattan, en el número 69 de la calle San Lázaro, en su intersección con Belascoaín, frente al café Vista Alegre. Allí ya vivía ella antes de 1910, fecha en que la compañía norteamericana Purdy and Herderson, derrumbó su casa de dos plantas y levantó el hotel, reservándole un sector de la planta baja para mantener su farmacia en el mismo lugar, como compensación.
Los habaneros sabían de la existencia de esta mujer, desde mucho antes, cuando Eugenio era un niño, no solo por haber sido durante mucho tiempo la única farmacéutica de la zona. También había sido noticia en la prensa nacional, cuando le regaló a otro presidente, José Miguel Gómez y Gómez “El Tiburón”, -por cierto, enemigo político de Zayas-, una hermosa silla de caoba labrada con el escudo de la República, en ocasión de la toma de posesión del polémico mandatario. Pero eso fue en 1908, cuando aún nuestro protagonista era un infante que ni pensaba salir de San José de las Lajas. Sin embargo, en los años 30s, siendo ya Eugenio un joven veinteañero, ya esta señora, que rondaba los cincuenta, cayó en sus brazos como tantas otras.
Cuando el anciano presidente Zayas, ya retirado en su palacete de El Vedado, murió el 11 de abril de 1934, su hija María Teresa, junto a sus
otros cinco hermanos, heredó una buena suma de dinero, que fue a parar íntegra
a los bolsillos de Eugenio.
La viuda de Zayas, Doña María de la Asunción Jaén y Planas, que
no era la madre de María Teresa, puesto que Zayas se había divorciado y vuelto
a contraer matrimonio, denunció un intento de extorsión de Eugenio. La
atribulada mujer declaró al Diario de la Marina, que el chulo había intentado llevarse a su apartamento
del edificio América, la valiosa colección de documentos que el ex presidente
había ido acumulando como historiador oficial de la República desde 1913. Doña María prefirió donarla
al Archivo Nacional de Cuba, antes de dejarla en manos del delincuente que controlaba la fortuna de la hija de su marido muerto.
El matrimonio de Eugenio con María Teresa, no mermó en nada
el donjuanismo del hombre más guapo de La Habana. Por el contrario, Eugenio
comenzó a frecuentar más mujeres, y lo que es peor, a traerlas a su propia casa
aprovechando cualquier ausencia de la suya. Así fueron las cosas durante tres
décadas. Pero ya cincuentón, la buena suerte de Eugenio volvió a abandonarlo, y
esta vez, causando una debacle.
Quiso el destino, un día de 1952, que María Teresa regresara
a casa a una hora desacostumbrada. Al abrir la puerta de su alcoba, se encontró
a Eugenio desnudo fornicando con acalorada pasión, con una de las tantas
prostitutas que frecuentaba en el barrio de Belén. El guapo de San José no se
percató siquiera de la presencia de su esposa, hasta que escuchó el ruido seco
de su cuerpo chocando contra el suelo. María Teresa se había desplomado de un
infarto masivo al ver la escena. Su corazón ya maltrecho, no pudo soportar la
visualización del espectáculo.
No han trascendido hasta hoy los detalles de lo que sucedió
después. Solo se sabe que Eugenio intentó lavar su falta, mandando a esculpir
un busto que representaba a la mujer que vivió y murió por él. Lo colocó sobre el
sepulcro que había reservado para ella, dentro del panteón que había construido
en la Necrópolis de Colón.
LA MUERTE DE PIE
Eugenio Casimiro Rodríguez Carta solo sobrevivió seis años a
María Teresa. Las circunstancias de su muerte no están claras, pero se piensa
que murió a manos de otro maleante, en uno de los tantos altercados en los que
estuvo implicado, por guapo.
Murió en 1958, muy poco antes de la entrada de Fidel en La
Habana, y fue enterrado como había ordenado, de pie en el mausoleo que él mismo
se hizo en vida. De algún modo, su extraño deseo le aseguró la inmortalidad,
porque entre los dos millones de almas que reposan en Colón a los largo y ancho
de sus más de 20 km de calles interiores, es hoy en día Eugenio Casimiro, el
único cadáver inhumado de pie, y armado, aunque el paso del tiempo lo haya ya reducido a un puñado de huesos en el suelo de su panteón vertical.
Panteón de Eugenio Casimiro. Rodríguez Carta en Colón |
Lo enterraron, según su última voluntad, con un billete de
cien pesos en el bolsillo izquierdo del pantalón, -testimonio postrero de que
nunca le faltó- y un fusil Remington en bandolera. Leo en las crónicas actuales
que reproducen esta historia en Internet, que era el mismo fusil con que mató al
alcalde de Cienfuegos. Es un extremo que me atrevo poner en duda, porque presumo que debe
ser otra más de las tantas leyendas tejidas en torno al personaje.
Los ecos de la guapería de Eugenio, se han ido perdiendo en la implacable niebla del tiempo. De él hoy solo sabemos que en La Habana, una vez hubo un hombre que no le tenía miedo a nada, que vivió erguido, y que erguido se fue a descansar para siempre, en medio del lúgubre silencio que rodea su tumba vertical, en el más grande y hermoso cementerio de América.
Sus víctimas seguramente reclaman desde otra dimensión, que
no descanse en paz. Pero seguro él también desde allí, sigue pensando igual que
cuando estaba en este mundo, y decía a quienes lo frecuentaban:
"Si he caído de pie en la vida, tengo también que caer parado en el infierno".
"Si he caído de pie en la vida, tengo también que caer parado en el infierno".
Excelente crónica. No imagino las horas de investigación. felicitaciones.
ResponderEliminarMuchísimas mi amigo, muchísimas. Pero valen la pena. Gracias.
EliminarComo siempre. Instructivo, ameno, magistralmente escrito.
ResponderEliminarCuando caer parao es casi un vicio! Gracias Carli
ResponderEliminarPara servirte mi Reina Reima
EliminarMaravilloso, me encantan estas historias que escribes, el saber de una Cuba, que nos estaba prohibido conocer, segun Agapito y su combo como cronica negra, nada importante, como castigo y dejandonos huerfanos de noticias y en la mas obscura ignorancia, satisfaciendo sus caprichos, de dejarnos sin informacion dirigida. Gracias Carlos! Elena Aviles
ResponderEliminarCarli como siempre magnífica manera de traernos la historia...un abrazo desde Miami
ResponderEliminarAlberto Montero
Una de las mejores historias que he leido aqui. Excelente de verdad
ResponderEliminarFascinante Charlitín...como todo lo que escribes. Aguardo la parte final de la historia de Marquitos. Un besote mi amor
ResponderEliminarGRACIAS A TODOS, CHIC@S.
ResponderEliminarque bella cronica
ResponderEliminarBrillante, como todo lo que escribes.
ResponderEliminarSuper interesante no tenia noticia de ello a pesar de ser un apasionado de ese cementerio. Tendras alguna informacion acerca de aquella tumba que pone Cecilia Valdez y que pude ver una vez en el mismo cementerio? saludos
ResponderEliminarLa he visto también Ricardo, pero en su día solo pude saber que era una casualidad, por supuesto. El personaje de Cirilo es completamente ficticio, ni siquiera inspirado en una mujer real. Después vi una decena de tumbas más con ese nombre, que al fin y al cabo era y es muy común en Cuba.
EliminarLas mejores crónicas que he leido sobre Cuba, son de usted. Me declaro admirador suyo, soy adicto a la historia y creo que su trabajo es fabuloso.
ResponderEliminarVito, le estoy francamente agradecido, muchas gracias. Pero no menoscavemos el sitio que ocupan los grandes cronistas cubanos de todos los tiempos, empezando por Martí, Renée Méndez Capote, Moreno Fraginals, Pablo Alvarez de Cañas y un largo etcétera. No me atrevo ni siquiera a comparar la mejor de mis crónicas con la peor de cualquiera de ellos o ellas. Yo solo soy un descarado aprendiz... :)
EliminarGracias Carlos!!!!
ResponderEliminarGracias Lissete!
EliminarExcelente crónica. Te felicito.
ResponderEliminarGracias Juanito :)
EliminarGracias Carlos por tantas historias. Excelente.
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