martes, 21 de noviembre de 2017

ZANJA LA CALLE HABANERA SIN TERMINAR

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Zanja es la más descuidada de las calles habaneras de gran tráfico. Se extiende anónima, polvorienta y gris desde Águila hasta Infanta, y en ese punto cambia su vasto nombre y su precario trazado, por los de la augusta y vedadeña calle Zapata. 
Debe su denominación a que en sus orígenes, era la Zanja Real que obtenía parte del caudal del río Almendares para surtir a los habaneros de agua potable. Se llamó también, Línea del Ferrocarril de Güines, porque por ahí transitaba el tren en cuestión al salir de la Estación de Villanueva, que luego pasaba por la Quinta de Los Molinos de camino a La Ceiba y Puentes Grandes, hasta llegar a la Playa de Marianao. En 1916, a Zanja se le cambió el nombre por el de Calle Finlay en homenaje a nuestro galeno más ilustre, y en 1936 se le restituyó el nombre primitivo. Hoy se le conoce por ambos. 
En 1545, Juan de Rojas, el vecino más rico de la villa de La Habana, propone al Gobernador Don Juanes Dávila la construcción de un canal hidráulico para la ciudad, pagado con su propio dinero. Tras varios percances técnicos y económicos y el retiro inesperado del Gobernador Dávila por una enfermedad degenerativa, empezaron las obras en 1566, bajo el mandato del Capitán General Juan de Tejada, un señor soberbio y trepa que era “el dueño de los caballitos” en La Habana de la época, y soñaba con gobernar toda la Isla, por la gracia de Sus Majestades. 
Para hacerse notar en la corte española, y conseguir el agradecimiento de sus conciudadanos, Don Juan contrató los servicios del ingeniero Bautista Antonelli para mejorar el proyecto de Juan Rojas. 

Se trataba de una conductora por derrame libre desde el Callejón del Chorro, con más de 11 kilómetros de largo, que luego se dividía en tres ramales para suministrar agua a las tropas del Puerto, a las fortalezas de La Habana y al ganado que circundaba la ciudad. Para ello requirió de la pericia del maestro mayor Francisco de Caloma, que inició las obras en 1566 y las terminó en el 1592, a un coste de 35.000 pesos.

El ramal del Callejón del Chorro estuvo operativo desde entonces hasta 1835, fecha en que se construye el Acueducto Fernando VII, una solución que resultó ser sólo un parche eventual para la creciente demanda de agua de la ciudad en expansión. No obstante, la Zanja siguió suministrando el preciado líquido en el siglo XX a algunos distritos de La Habana extramuros. También se usó para el regadío y para eliminar los vertidos de las fábricas circundantes.
Eran cinco las fuentes que suministraban el agua de la Zanja a inicios del siglo XVII: la que está ubicada frente a las Casas del Cabildo, posterior Plaza de San Francisco; la que se hallaba en los alrededores de El Molinillo de San Pedro, desde donde se extiende la actual Calle Luz; y una tercera en el Callejón del Chorro, las tres terminadas en la década de 1590. La cuarta fue construida en el siglo XVII en la Plaza Nueva (actual Plaza Vieja), y en 1634 se construyó una quinta, junto a la Fundición de La Habana, donde después se levantó La Maestranza.
Esas cisternas estaban cerca de la bahía, a donde afluía el agua por caños de bronce para suministrar al puerto, y que se contaminaban con frecuencia, de modo que el agua que llegaba a los habaneros era turbia, sucia y tóxica.
El Conde de Santa Clara, gentilhombre de salud precaria, pero honestas intenciones, estaba entonces enfrascado en ayudar a la terminación del naciente Paseo de los Reales Aires del Prado, y en concreto, una de las fuentes del paseo que De las Casas dejó en inconclusa: La Fuente de Neptuno, ubicada en medio del trazado de la gran rambla habanera. Enfermo crónico de asma como era y obsesionado siempre por el agua, el Conde de Santa Clara estaba convencido de que tan largo recorrido fatigaría en extremo a los paseantes e hizo construir también la Fuente de los Leones al final de la conspicua alameda que fue llamada El Nuevo Prado.
Previsiblemente ambos surtidores se alimentarían de las aguas de la Zanja Real, que atravesaba entonces el Nuevo Prado a la altura de lo que es hoy la Terminal de Ferrocarriles y antes fue el Jardín Botánico. Anteriores gobiernos de la Isla intentaron mejorar la calidad del agua corriente en la ciudad, castigando con severas multas a los arrieros que abrevaban y hasta lavaban sus bestias en la Zanja y a quien fuera sorprendido bañándose dentro de ella. Pero todavía a principios del siglo XIX, las prestaciones de la Zanja Real ni por asomo se correspondían con la rimbombancia de tal nombre. Era apenas una acequia de lecho fangoso y márgenes irregulares, que conducía un agua turbia de potabilidad más que dudosa, creando a su alrededor un antihigiénico barrizal lleno de charcos de agua estancada, vivero de mosquitos y ratas que infectaban sus inmediaciones.
De modo que durante mucho tiempo, las hermosas fuentes del Nuevo Prado no pasaron de ser simples ornamentos urbanos para quienes temían morir de fiebre, pasmo, gastritis, ictericia u otra epidemia escondida en el líquido que manaba de sus espitas.
Gracias a la insistencia del enfermizo Marqués, el Capitán General de la Isla ordena el soterrado de la Zanja Real, para mejorar la calidad del agua y la salud de los habaneros que la consumían. El primer tramo en soterrarse fue el de la Calle Amargura, que se proveía de una cisterna en extramuros, detrás del Convento de San Agustín. En 1606 se ordenó soterrar el tramo de la Zanja a su paso por las calles San Ignacio y Teniente Rey, que se alimentaba de la cisterna ubicada en la Plaza Nueva, actual Plaza Vieja.
La primera fuente pública de La Habana se inauguró en 1708, siendo Capitán General de la Isla el Marqués de Casa Torres. La humilde fuente de la Plaza Nueva fue reemplazada por otra más monumental en 1836, que sirvió de inspiración a la actual, en la Plaza Vieja. La fuente de la Plaza de San Francisco se inauguró en 1714, y se erigió frente a las Casas del Cabildo. Entre 1746 y 1754 se construyó una fuente posterior más ostentosa.
En el siglo XVIII, además de los tramos descubiertos que desembocaban en las fuentes públicas, había cañerías de fábrica que conducían el agua por presión mediante surtidores, mejorando su calidad, aunque en extramuros los canales siguieron estando al aire libre.
Debido el deficiente servicio de agua con que contaba la Ciudad de La Habana hasta el siglo XIX, después de algunos intentos de construcción, se encomienda al Coronel de Ingenieros Francisco de Albear y Lara la tarea de llevar el agua a la ciudad, mediante la ejecución de un acueducto que después llevaría su nombre.
El proyecto de Albear se aprueba en 1858, y su principal objetivo era conducir las aguas de los manantiales de Vento hasta el centro de la ciudad. A tal efecto, se inicia su construcción en 1861 bajo la dirección del propio Albear. Fue una obra lenta debido a la situación política existente en la isla para esa fecha, y no es hasta 1893 que se termina, 45 años después de haber sido comenzada.
Desde entonces, e ininterrumpidamente hasta hoy, el acueducto de Albear abastece a una considerable parte de la Ciudad de La Habana, evidenciando la técnica y maestría del ilustre Don Paco. Fue considerada entonces la obra más importante de Cuba en el siglo XIX, y recibió la Medalla de Oro en la Exposición Universal de París en 1878, donde recibió el título de Obra Maestra de la Ingeniería. En la actualidad se le considera una de las siete maravillas de la ingeniería cubana. 
Pero volviendo a Zanja, en su época inicial existían tres puentes para cruzar la vía en los segmentos no soterrados por donde seguía corriendo el agua: el Puente de Sedano, en la esquina de la calle Lealtad; el Puente de Manrique, en la calle del mismo nombre, y el Puente de Galiano, también en la esquina de la calle homónima.

ZANJA, COLUMNA VERTEBRAL DEL BARRIO CHINO

Ya desde finales del siglo XIX y por la cercanía y utilidad de sus aguas para las lavanderías y las fondas, Zanja se convierte en el corazón del populoso Barrio Chino de La Habana, etnia que casi monopolizaba el negocio de los lavatines y la comida callejera barata de la urbe capitalina.
Aunque los chinos se asentaron en Cuba en casi todos los pueblos y ciudades, el núcleo duro estaba en el Barrio Chino de La Habana, que comprendía originalmente el cuadrante entre las calles Zanja y Salud, y Galiano y Lealtad. Su origen “oficial” como barrio se remonta a 1858, cuando se abrió una casa de comidas situada en la esquina de Zanja y Rayo, y un puesto de frutas y frituras cercano a ella, ambos regentados por familias de inmigrantes cantoneses.
Zanja era para los chinos habaneros como el Gran Río Amarillo, al cual tributaban, como afluentes naturales, las calles Dragones, Rayo, Cuchillo, San Nicolás, Manrique, Campanario, Salud y Lealtad. Con los años, los chinos ganaron algunos espacios acercándose a las calzadas de Reina y de Belascoaín.
Hoy el barrio chino que ha crecido alrededor de la calle Zanja es más folclórico que urbano y ha perdido la autenticidad natural de otras épocas. Nuestra "ciudad amarilla", como la bautizara Carpentier, pronto se convirtió en la mayor colonia china de América Latina, llegando a cobijar a 15.000 chinos en 1899, de los cuales solo 4.900 eran mujeres. En los años 20 ya en había unos 24.000 chinos en Cuba. Con los años la colonia se expandió, disminuyendo algo hacia 1953, donde el censo registró 16.657 chinos, pero volvió a aumentar hasta la llegada de la Revolución en 1959. Entonces la colonia china puso pies en polvorosa y se dispersó hacia otros países, principalmente hacia Estados Unidos. Escapaban del peligro de volver a vivir lo que ya les había sucedido en China en el año 1949 con la llegada de los comunistas al poder. Aun así, un reducto de chinos simpatizantes de Castro se quedó en el barrio y muchas veces manifestó masivamente su apoyo a la Revolución en concentraciones callejeras a lo largo de la calle Zanja.
UN PÓRTICO ASIÁTICO PARA UN BARRIO COLONIAL DEL CARIBE.
Al inicio del trazado de la calle Zanja, que se estrecha en este tramo hasta Galiano, en la esquina de Águila y Dragones, se encuentra el hermoso edificio de la Compañía Cubana de Teléfonos, proyectado en el año 1927 por el Arq. Leonardo Morales, con su impresionante torre, hoy perteneciente a la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A. (ETECSA).
Antes de Águila, en la calle Dragones, casi frente a donde vegeta en ruinas y abandonado a su suerte el antiguo hotel New York, hace algunos años se construyó un pórtico imitando la arquitectura china, para señalizar el comienzo del Barrio, partiendo tal vez de que en la calle Amistad número 420, entre Barcelona y Dragones se encuentra el Casino Cheng Wa, que más que un casino siempre fue una federación de sociedades, que facilitaba la unión de todas las organizaciones chinas de Cuba, y dirimir querellas y conflictos entre las sociedades y entre sus asociados.
El pórtico responde claramente a razones más turísticas que prácticas, y su construcción es casi gratuita arquitectónicamente, considerando que en el barrio no se construyeron edificios ni viviendas al estilo chino, sino que solo se incorporaron tímidos detalles ornamentales a algunas edificaciones que se levantaban con estilo occidental.
Caminando por Zanja en dirección a Galiano, se encontraba la farmacia La Americana, un laboratorio droguería, algunos comercios convertidos en viviendas humildes, y otras edificaciones que nunca fueron comercios de chinos. A partir de Galiano, en la calle Zanja estaba la Locería La Vajilla, dedicada a la venta de porcelana, cristalería y locería, hoy convertida en una casa comisionista que oferta muebles antiguos a precios exorbitantes.

A La Americana le seguía el comercio La Cantonesa, convertido en un mercado de víveres, algunas fondas, puestos de hortalizas, frutas, helados y frituras y otros negocios transformados o desparecidos para siempre. También la zona se ha llenado de “bicitaxis” apostados en la calle mal pavimentada junto a las estrechas aceras, también deterioradas y sucias.

La situación mejora en el triángulo formado, a partir de Rayo, por las calles Cuchillo, Zanja y San Nicolás, conocido como El Cuchillo de Zanja, donde han proliferado los restaurantes de comida china, casi uno al lado del otro, pertenecientes a sus sociedades o a particulares de esta nacionalidad, que ofrecen platos típicos de las diferentes regiones del enorme país, con diferentes precios y calidad. Estos establecimientos están decorados casi obsesivamente con motivos chinos, faroles de papel de China, tallas en madera de dragones y otros motivos, luces de neón y vajillas que en ciertos locales de más copete consiguen crear un ambiente oriental peculiar y agradable. Contra ellos conspira el depauperado entorno, la escasez de agua potable, toda una paradoja si se tiene en cuenta que el barrio se estableció allí justamente por la abundancia de ella. Los comercios se ven obligados a utilizar carros cisterna para su abastecimiento, con el consiguiente peligro para la salud de los clientes que esta manipulación presupone.

En la calle Zanja y en las cercanas a ella, en años anteriores existió un restaurante de lujo en la calle Dragones, y en Zanja y San Nicolás un teatro donde se presentaban óperas chinas y otras obras dramáticas por compañías que venían de Cantón, Shanghái y San Francisco (California), un símbolo claro de la riqueza y la cultura de muchos de los miembros de la colonia. 

Allí se alzaban los restaurantes Pacífico, catalogado como el mejor de los situados dentro de la calle Cuchillo, y La Muralla China, de precios módicos.

En Manrique entre Zanja y Dragones, existió un edificio de dos plantas devenido escuela de idiomas para chinos de todo el país, donde se enseñaba el cantonés, dialecto de la mayoría de los chinos residentes en Cuba, y el mandarín, que era el idioma nacional. El barrio sufrió tanto los altibajos de lo que sucedía en el mundo (Primera y Segunda Guerras Mundiales) como lo que ocurría en China (la Revolución). En Zanja número 306 se construyó el edificio del Kuomintang o Partido Nacionalista Chino, al cual pertenecían muchos chinos, convertido hoy en la Alianza Socialista China de Cuba, así como, cercanos a él, cines, farmacias, bancos y locales para sus diferentes sociedades.

EL TEATRO SHANGHAI


En Zanja entre Manrique y Campanario, nace el conocido teatro Shanghái, aunque no tenía nada que ver con los chinos ni con su dinero, como estoy harto de leer por ahí. Su planificación, construcción y gestión corrió a cargo de un consorcio de empresarios criollos de la noche, que encontraron en Zanja la calle apropiada para ubicar un teatro que ya preveían con una oferta lúdica subida de tono. Entre los actores que alcanzaron allí la fama puedo mencionar a Emilio Ruiz -que hizo famoso su alter ego de El Chino Wong- y Armando Bringuier (el Viejito Bringuier).


La actriz Yolanda Farr, nieta de José Orozco, (en la foto) que fuera dueño del Shanghai, cuenta en su blog que en los años 50, cuando el tercer piso, o “gallinero” del teatro estaba cerrado al público, su abuela, una señora alemana llamada Jenny Jeck de Orozco, que era sacerdotisa en la santería cubana, realizaba allí misas espirituales para comunicarse con los muertos. Cuenta Yolanda que otro salón del local se convertía por las noches en una guardería infantil donde cuidaban a los niños de las trabajadoras y actrices.


El Shanghái era un teatro para adultos, preferentemente hombres solos. En sus inicios ofrecía obras humorísticas de la picaresca cubana. 

Muchos autores brillantes del vernáculo pasaron por ese escenario del Shanghái: Federico Villoch, Gustavo Sánchez Galarraga, Antonio López Rafael de Arango, Enrique Arredondo, Pedro Castany, Cuca Montero, Fabiola Márquez y otros, algunos de los cuales utilizaron el Shanghái para curtirse en la escena y transitar después a otros escenarios de más boato, como el Teatro Alhambra, o a la radio, la televisión o el cine.
En su escenario vibró, quizá como en ningún otro sitio de Cuba, el glamour, la euforia y la alegría, condimentados con el atractivo extra de lo prohibido, lo no aconsejable por los patrones del buen gusto que exigía la alta sociedad cubana por delante, pero de la que disfrutaba por detrás.
Entre los años 30 y los 60 del siglo XX, el Shanghái pasó a ser la sala de espectáculos más visitada por los habaneros y los turistas. Su fama se hizo proverbial y se convirtió en leyenda maldita y tentadora. Por un peso y pocos centavos, era posible disfrutar de uno de aquellos delirantes espectáculos y luego, además, quedarse hasta la alta madrugada en el local mirando varias películas calificadas entonces como pornográficas. En el Shanghái se fusionaron los efluvios del Moulin Rouge de París, sus mujeres en topless y sus lentejuelas, con las perlas del teatro vernáculo cubano, gallegos, negritos y rumberas, protagonistas de picantes sketches, y bailarinas con desnudos tan fuertes para aquellos días como inocentones para los actuales.

Hubo en el Shanghái personajes inolvidables, como Superman, un actor que inspiró a Coppola, y aún más a Ava Gardner, de quien se cuenta, quedó impresionada con sus treinta centímetros de miembro viril, todo un torpedo para aguas profundas que terminaría enviando a la Gardner para la sala de emergencias de un hospital habanero con un desgarro vaginal, pero feliz y ahíta. O al menos así lo cuenta la historia callejera del lugar.
El Shanghái tuvo en su cartelera obras como El destino de un varón, Si me caso que susto paso, Un veterano que batea bien, El amante de mi mujer y El trovador de Broadway. Con el paso del tiempo, los dueños del Shanghái subieron la parada con las insinuaciones sexuales y las palabras y gestos obscenos, e incorporaron revistas musicales con desnudos femeninos y cortos cinematográficos pornográficos de producción mexicana o cubana.

Para su propaganda, en grandes anuncios a colores al frente del teatro, se utilizaban textos de mensajes publicitarios o políticos, que habían tenido buena aceptación en la población, aprovechando que se prestaran al doble sentido, título que ponían a las obras que presentaban. Así, podían aparecer: Una tonga de gusto, Esta que es fuerte, fuerte… sepárala, Ella tiene su meneíto, Este es el hombre, Josefina atiende a las señoras, ¿Tiene usted el gusto joven? y otros. En el mes de noviembre de cada año se representaba una parodia de la obra Don Juan Tenorio, donde Don Juan, Don Luis y Doña Inés eran maltratados “a la cubana”.

En los 50, el exotismo y el misterio del Barrio Chino, se hacía presentes en las noches habaneras como una “fruta prohibida”. Por el día, como cualquier otro espacio de la ciudad, era recorrido por hombres y mujeres en busca de porcelanas, miniaturas, figuras artísticas, muebles, sedería, medicamentos y productos y condimentos típicos de la gastronomía china, los cuales se ofertaban en sus diferentes establecimientos. Pero por las noches el sexo se adueñaba de calles y serrallos, y entonces el Barrio Chino adquiría su verdadera dimensión y mostraba su cara lasciva.
Durante decenios, ya en el período comunista, donde una vez estuvo el teatro, hubo un descampado solar yermo y baldío sin utilidad alguna. Hoy la gestión de este espacio ha pasado manos de una de las sociedades chinas del barrio, que lo limpió y cercó para convertirlo en una especie de plaza cerrada, dedicada a Confucio, y una estatua suya presidiendo el centro del área.
Allí se realizan actividades para la cultura china. También muy cerca conviven algunos bares y prostíbulos encubiertos, y el cine Pacífico recientemente remodelado de forma bastante pedestre. Llama la atención la tarja que preside el pedestal de Confucio, donde está grabada una frase del célebre filósofo chino: “Cada cosa tiene su belleza, aunque no todos pueden verla”. La de aquel sitio ya, en efecto, es invisible.

En las calles Zanja, Dragones, San Nicolás, Manrique y Campanario se encontraban los locales de la mayoría de las sociedades familiares chinas, unos más suntuosos que otros, con sus llamativos nombres: On Ten Tong, Kwong Wa Po, Li Lom Sai, Lung Kong, Chang Weng Chung Tong, Chi Tak Tong, Min Chin Tang, Yi Fung Tong, Sue Yueng Tong y otros. 
La mayoría de ellas aún existen, aunque con instalaciones muy deterioradas y escasa membresía, porque los chinos originales poco a poco han muerto, cediendo su sitio a sus descendientes chino-cubanos, producto de la mezclas étnica de casi 300 años de convivencia. También en Zanja, Dragones y Salud abren sus puertas todavía restaurantes de comidas chinas como Gran Dragón, Guang-Zhou, Tien-Tan, Los Dos Dragones, Viejo Amigo, La Flor de Loto y La Mimosa, entre los más conocidos. En los años de la República, muchos chinos ricos emigraron de California hacia Cuba y establecieron importantes negocios, como grandes almacenes de víveres y lujosos restaurantes, que se encontraban fuera del Barrio Chino, como El Mandarín de 23 y M, el Pekín en 23 entre 12 y 14, el Hong Kong, desde hace años denominado Yang Tsé, en 23 y 26, y Saigón, en Miramar. 

A ellos se añaden multitud de nuevas “paladares” particulares chinas o cubanas, de oferta y servicio cualitativamente variables.

 Aunque la calle Zanja no se limita al espacio que ocupa dentro del Barrio Chino, este es el más importante de los que escolta su trazado y el que le ha dado la celebridad que por sí misma jamás habría conseguido, porque en su camino hay pocas edificaciones arquitectónicamente interesantes, apenas tiene parques o sitios de sombra, y sus aceras estrechas son molestas para viandantes y vecinos de las plantas bajas.
Después de la Estación de Policía, situada frente al cuchillo que forman las calles Zanja y Dragones, se diluye, como otra calle cualquiera, con múltiples viviendas y comercios, muchos en estado de deterioro, terrenos baldíos donde antes existieron edificaciones, y locales readaptados para usos que no tienen nada que ver con su designación inicial.
Mantienen algún interés el local del viejo Café OK en Belascoaín, el edificio moderno donde se encontraba la sucursal de la dulcería Super Cake S.A., la vieja instalación de la primera fábrica de radiadores de Cuba de Max Brikman, construida en 1927 entre las calles Marqués González y Oquendo, la calle en la que nací yo, y el Centro de Inspección Técnica de Vehículos, conocido popularmente como el "Somatón", antes de llegar a la Calzada de Infanta.
Hace años, en las oficinas de Planificación territorial del Poder Popular de La Habana, duerme el proyecto urbanístico y social para reactivar la calle Zanja y rescatar definitivamente el Barrio Chino, ambos ligados históricamente.



En el espacio donde se levantó el pórtico, cada año se realizan las danzas del dragón y del león y se celebra el año lunar, se ofrecen demostraciones de artes marciales —aunque la mayoría de nuestros chinos no eran guerreros sino comerciantes— y espectáculos de música, cantos y bailes tradicionales. 

Además se venden comidas típicas, principalmente el popular arroz frito y las maripositas, que tienen más de San Francisco que de Cantón. Y existe en Zanja y Manrique la denominada Academia Wushu, donde ales se practican las artes marciales chinas wushu y taijiquian.

Desde aquella idea altruista de Juan de Rojas en 1545 hasta hoy, Zanja nunca ha lucido una estética acorde a su rango de arteria importante de la ciudad. 


No se han concebido áreas verdes ni árboles en su trazado, apenas un par de minúsculos parques resultantes de algún derrumbe, por lo que caminar por ella en verano a pleno sol es una tortura casi china. Tampoco posee ornamentos ni mobiliario, ni bancos ni pérgolas. Sus estrechas aceras conspiran contra la privacidad de los vecinos hacinados en las plantas bajas, y hace más dificultoso e incómodo el tránsito a los numerosos viandantes de la zona.

La calle Zanja actual y el Barrio Chino sufren la misma dolencia que afecta a casi todas las calles y barrios de la decadente Habana de hoy: edificios ruinosos, derrumbes, comercios desabastecidos y sucios, infraestructura insuficiente, aceras rotas, baches, aguas albañales, mala pavimentación, peligrosidad e indisciplina ciudadana, violencia callejera y falta de educación de sus habitantes. Reactivar la una y rescatar el otro, a pesar de las buenas intenciones de los descendientes chinos que sobreviven precariamente allí, son objetivos muy difíciles de conseguir en el estado actual de cosas. Para ello es necesario primero reactivar y rescatar la ciudad y el país. 

Y para rescatar el país hay que prescindir de Raúl, y de su combo comunista, incluidos lo que queda del comunismo chino en la Isla.
Entonces quizás, nuestra Zanja Real adquiera el valor urbanístico que nunca se le ha concedido por derecho propio.

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Bibliografía y consultas:

Antonio Arduengo García.- La Zanja Real (1592-1835) y el funcionamiento de las fuentes públicas en La Habana intramuros, Blog de Yolanda Farr, Blog Gabitos, El pelícano de la Bahía de La Habana, Año 6, Nº1, 2009
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