sábado, 18 de noviembre de 2017

RAMBLAS DE ARENA Y DE SANGRE

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Diez minutos antes de las cinco de la tarde del pasado jueves 17 de agosto, Younes Abouyaaqoub de 22 años, natural de Mrirt, Marruecos, y emigrado en 1999 junto a su familia a la localidad catalana de Ripoll, Girona, entró a gran velocidad por la barcelonesa calle Pelayo en una furgoneta Fiat color blanco, e irrumpió en Las Ramblas, el paseo peatonal más célebre de la ciudad de Barcelona.
En 30 segundos y 500 metros mató a 13 personas y dejó 130 heridos de 35 nacionalidades, en el nombre de Alá.
Se detuvo en Pla de l’Os, justo encima del mosaico multicolor de Miró, un símbolo de confraternidad y convivencia que dibujó allí el artista catalán en 1976.
Pero Younes ni siquiera había nacido entonces, así que abandonó el vehículo y huyó a pie sobre la obra ensangrentada del pintor, perdiéndose entre la multitud que corría asustada a su alrededor. 36 horas más tarde fue abatido a tiros por los Mossos d’Esquadra en Subirats, una localidad a 50 kilómetros al sur de Barcelona.
Seguramente Younes recitaba un mantra del Corán, mientras sembraba el terror con el pie sobre el acelerador, como suelen hacer los asesinos psicópatas para potenciar su chute de éxtasis mortífero, mientras consuman sus masacres.
Un musulmán musitando palabras santas mientras aplasta infieles en una rambla española, habría sido el sueño de Tariq El Conquistador árabe del siglo VIII, pero no el esperable en un adolescente del siglo XXI, criado en Europa con instrucción occidental y valores pacifistas, que hasta hace poco jalaba al Barça y jugaba a la Play con sus colegas del Instituto.
Algo hemos estado haciendo mal.
CAMINO DE ARENA
Desde la fría perspectiva de la historia, parece paradójico que nueve siglos después de que los Reyes Católicos expulsaran a los moros de España, un terrorista musulmán haya escogido su rambla más hermosa para teñirla de sangre, inmolándose en nombre de Alá.
“Rambla” es uno de los más de 4000 arabismos que habitan la lengua de Cervantes, aunque en justicia es también un catalanismo del árabe “ramla”, que significa “arenal” o “paseo de arena”.
Eran pues, ya las ramblas, desde de la ocupación árabe en el VIII, y hasta su expulsión en el XII, marcas identitarias del paisajismo mudéjar asimiladas por el urbanismo hispano a través de la conquista, un concepto arquitectónico oriental adoptado tras ochocientos años de presencia islámica en España, que rápidamente pasó a formar parte del trazado de sus ciudades más mediterráneas.
Las ramblas hispanas en sus orígenes, eran sendas lateralmente arboladas cubiertas de arena suelta, precursora de los adoquines y de los pavimentos de hoy. Se equipaban con bancadas dispuestas a lo largo de un trayecto pensado para el ocio de los paseantes nativos y de los visitantes.
Las flanqueaban árboles de sombra, y progresivamente después, los primeros edificios. Muy pronto se convirtieron también en el escaparate ideal para comerciantes y mercaderes, que continúan siendo hoy.
Y entre todas las ramblas de España, son sin dudas las de Barcelona el paradigma de los paseos peatonales ibéricos.
LAS RAMBLAS DE BARCELONA
No existe otro lugar de Barcelona en que la multiculturalidad y la convivencia entre razas se manifieste con más fuerza, sabor y color que en Las Ramblas, la arteria femoral de su tejido urbano y su más socorrida ruta peatonal y turística.
Las Ramblas son el pasadizo arbolado de lujo en la gran biblioteca al aire libre que es la Ciudad Condal. Sirve de “estantería” a 1200 metros de fachadas, puertas y frontones coloniales góticos, modernistas y contemporáneos; el más delicioso eclecticismo arquitectónico, dispuesto en apretada y armónica formación, como los volúmenes de un librero.
Decenas de obras de arte de la arquitectura catalana se asoman a Las Ramblas desde sus parcelas, como lomos de valiosos libros, dejando ver apenas un destello de las maravillas que contienen dentro, igual que los incunables de una biblioteca decimonónica.
Les Rambles de Barcelona, o simplemente “Las Ramblas”, reciben al visitante en la calle Pelayo junto a Plaza Catalunya, y lo conducen casi en brazos hasta el mar, flotando sobre un suelo de olas de granito, bajo la bóveda fresca y verde de sus olmos añejos.
Cambian hasta cinco veces de nombre a lo largo de su recorrido serpenteante entre dos de los barrios más emblemáticos de la Ciutat: el conspicuo Gótico, bendecido por su secular arquitectura, y su hermano pobre, el pintoresco y celebérrimo Raval.
Algo más lejos quedan de su influjo, el Born, denostado ayer por marginal, hoy cortejado por boutiques e inmobiliarias chics, y el teatral Poble Sec, que tiene en su Avenida Paralelo a un sucedáneo de Las Ramblas, confluyendo con ellas en el final de su trazado.
Las Ramblas es lugar de libros y rosas en las diadas de Sant Jordi, y predio de intelectuales, artistas, escritores y poetas sin blanca, el resto de los días. Van a rascarle una copa de vino a algún conocido compasivo en el Bar del Liceo, y eventualmente, a encontrarse con el editor de sus vidas, que nunca llegará.
Las Ramblas siempre cambian y siempre son las mismas.
Hechizaron a Lorca cuando sus míticas floristas se convirtieron en sus mejores fans. A ellas les dedicó del genio granadino una de sus alocuciones más sentidas:
«La calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: la Rambla de Barcelona».
Pronunciaba Lorca estas palabras, el 22 de diciembre de 1935 sentado en el Café del Liceo rodeado de los miembros de la compañía de Margarita Xirgu. Estaba a punto de estrenar 'Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores', que a la postre sería el último estreno teatral de su vida. El éxito fue total gracias a las floristas de la Rambla, que enviaron un ramo de flores de manera anónima tras cada una de las representaciones, y le hicieron una gran publicidad en la ciudad. Emocionados, Lorca y Xirgu celebraron una función especial para las floristas de Las Ramblas.
A propósito, escribiría en el membrete de la compañía teatral y en el propio camerino de la actriz catalana otras palabras hermosas ensalzando la belleza de la labor de las floristas, y la singularidad majestuosa del paseo barcelonés donde trabajaban:
«Como una balanza, la Rambla tiene su fiel y su equilibrio en el mercado de flores, donde la ciudad acude para cantar bautizos y bodas sobre ramos frescos de esperanza y donde acude agitando lágrimas y cintas en las coronas para sus muertos. Estos puestos de alegría entre los árboles ciudadanos son como el regalo del ramblista y su recreo, y aunque de noche aparezcan solos, casi como catafalcos de hierro, tienen un aire señor y delicado, que parece decir al noctámbulo: 'Levántate mañana para vernos; nosotros somos del día'».
Las Ramblas escucharon muchas veces a Dalí vociferar La Marsellesa del brazo de Gala, con algún oporto de más, de camino a cenar con Buñuel en Els Quatre Gats, y a Gabriel García Márquez bajando en bata y chanclas a medianoche, para comprar un periódico en los kioscos del Liceo.
Fueron silentes compañeras de Manuel Váquez Montalbán, en su trayecto diario de ida y vuelta a su Raval natal, y sirvieron de cuartel etílico a Juan García Hortelano, de juerga permanente con sus amigos Juan Marsé y Carlos Barral. Fueron ellos, históricos y entrañables borrachines rambleros, junto a José Agustín Goytisolo, sospechoso habitual de la taberna vasca de Ramblas con Tallers. Terenci Moix las recorría de noche del brazo de su editora y amiga Carmen Balcells.
Son Las Ramblas el bullicio de las pescaderas de La Boquería anunciando su mejor género a grito pelado sobre el pavimento mojado de sus puestos. Demasiado, quizás, para los finos gurmets de la Ópera cercana, socios diletantes del Liceo, censores de Mozart o devotos de Litz, pero siempre fans de la Caballé. Vienen a contar sus batallitas del bell canto a las terrazas y por supuesto, a “hablar de ella”.
También acuden al paseo, viejas glorias del arte y de la escena patria olvidados por su público, nuevos y viejos ricos, empleados de banca, empresarios de éxito, millonarios rusos, jeques árabes y aristócratas catalanes de abolengo rancio, seguramente propietarios de un palco familiar en el Liceo, del que fardan después en las tertulias de la cena.
No hay Ramblas sin la divertida fachada kish modernista de la Tienda de los Paraguas, ni sin las centenarias piedras del Palacio de la Reina Elissenda. Tampoco la imagino sin los escaparates de la antigua tienda Figueretes, mítica casa de pastas reconvertida en la Pastelería Escribà.
Las Ramblas son el ruido de las tragaperras del Bingo y las cabinas calientes de sexo barato y rápido, tan socorridas por personal masculino foráneo y nacional. Son el postín acartonado de las señoras catalanas de alcurnia, que bajan los viernes noche del cielo de La Bonanova, embutidas en sus coches caros dentro de visones que cuestan fortunas. Entran como reinas a la antesala del Liceo; vienen a escuchar a Amaya Arteta, pero no se mezclan jamás con el público de los portales del Romea, porque son ricas y de Convergencia; solo les importan sus negocios, sus caballos y sus perros.
Las Ramblas crean alianzas imposibles y escenarios distintos cada minuto del día y cada día del año. Son el Kentucky Fried Chicken en sana vecindad con Mac Donald`s, y MRW junto a la Western Union. Es pista de Cabalgata de Reyes y a la vez lugar de peregrinación culé de las victorias del Barça, frente a Canaletas, tantas veces como victorias caigan en la buxaca.
En Las Ramblas han nacido, vivido y desaparecido decenas de mitos y celebrities inolvidables, como Dolores Bonella Alcázar, “La Moños”, maravillosa loca nacional, Mònica del Raval, prostituta histórica y musa de Francesc Betriu, o la imposible Carmen de Mairena, un ser patético, mal hablado y adorable.
También dieron Las Ramblas personajes terribles como Enriqueta Martí La Vampira, secuestradora, proxeneta y asesina célebre de niños. Porque Las Ramblas son también el mejor escenario de la crónica española de todos los colores. Por ellas bajó la primera manifestación gay de España en 1977, en tiempos de Ocaña, pintor anarquista y gay, vecino de la Plaza Real, que la hizo suya, y de la que es hoy casi un santo titular.
Luego la modernidad se hizo presente en la arquitectura inteligente del Palau Nou de La Rambla, con sus once plantas subterráneas robotizadas que aparcan coches sin intervención humana, y el Liceo, renovado también con tecnología punta, después de ser pasto oportuno de las llamas, y protagonista triste de la más escandalosa operación inmobiliaria que ha conocido esta ciudad.
En las Ramblas, la histórica administración de la familia Valdés reparte suerte y dinero a los barceloneses desde 1905 vendiendo lotería. Allí la compran los viandantes, y también el resto de la fauna que la frecuenta en su camino hasta Drassanes: kiosqueras bulliciosas y estatuas humanas silenciosas, merolicos de artesanías de todas las facturas, pintores, retratistas, paisajistas, bailaores, cartománticas y caricaturistas. También hay avezados carteristas y rústicos poetas, putas del mundo entero, timadores, borrachos, camellos y solícitos vendedores nocturnos de cerveza fría.
Las Ramblas tienen sus propios top-mantas del África lejana, que “llenan mi cuerpo de candela” y venden bolsos falsos como dólares de goma. Tiene a sus propios pedigüeños rusos y sus falsas rumanas ciegas en plantilla. Tiene también sus junkies, sus buscavidas y, oiga usted, sus policías. Y la pisan muchos turistas; casi 30 millones al año.
Al final del trayecto se huele la cocina vasca del restaurante Amaya, escenario de tantas digestiones históricas de clientes célebres: Salman Rushdie, Robert Hughes, Ernesto Sábato, Leonard Bernstein, Christopher Lee, y más recientemente Vargas Llosa con la inefable Isabelita.
Esa es la marca de Las Ramblas; su ADN, sus huellas en la historia de Barcelona, que se hacen cada vez más tenues camino al puerto, hasta que desaparecen frente al mar a los pies de Colón.
Es la Rambla que teníamos antes del 17 de agosto, y que queremos recuperar los que aquí nacieron, los que aquí vivimos, y los que seguramente aquí también vamos a morir. Nuestra Rambla. La de todos.
No estaba protegida con bolardos ni pilones que impidieran el paso de vehículos motorizados a la zona peatonal, es cierto. El setenta por ciento de los paseos peatonales de las principales ciudades del mundo, tampoco lo está.
No se puede blindar cada metro de espacio público contra los terroristas, porque con ello estamos levantando nuestro propio encierro y coartando nuestra libertad. Es otra manera de claudicar, es perder la batalla contra el terror.
Quizás los bolardos habrían cortado el paso a una furgoneta, pero no a un hombre armado disparando a los transeúntes. La muerte se desplaza sobre el odio, y el odio si es menester, puede ir andando. No son los bolardos el problema, sino los asesinos, y quienes los forman, animan, financian y encubren.
Durante la última década, en el barrio del Raval se ha asentado el grueso de la comunidad musulmana, por eso ha sido rebautizado por los barceloneses como “Ravalistán”.
Desde siempre la comunidad islámica compartió sus calles con otras minorías: los filipinos y los chinos, -poco entregados a la convivencia “multiculti” y encerrados en sus propios guetos-, y también africanos, europeos y latinoamericanos de todas las geografías. Era un barrio verdaderamente multirracial.
Pero el Raval cada vez sabe más a shawarma, que a cualquier otro de sus sabores importados. Le ha ganado el pulso de calle al arroz tres delicias, al borsh y a los frijoles negros.
No se puede negar la islamización paulatina y creciente de la zona en los últimos años, y la pérdida de sus valores como vecindario de paz. Tampoco puede ignorarse el aumento del número de mujeres con velo riguroso, ni de la cantidad de locutorios, mezquitas y madrasas árabes. ¿Hola? El Raval ha cambiado, indudablemente para mal.
Hoy es casi imposible encontrar en sus calles una carnicería que no sea halal, ni una charcutería con derivados del cerdo, la más comestible de las carnes españolas, porque el Islam la prohíbe. También es complicado entablar una conversación con los empleados de los comercios, casi siempre recién llegados al país y desconocedores de la lengua.
El Raval ya no tiene apenas negocios autóctonos. El antiguo comercio se ha rendido ante el empuje de los comerciantes pakistaníes, hindúes y marroquíes, que han terminado estableciendo allí un pequeño Bagdad mediterráneo, y obligando al comercio local a vender o a cerrar.
Los antiguos comerciantes abandonan la zona en estampida, ante la poca salida que hay para el género que venden, y el creciente detritus social. Las drogas y la delincuencia se enquistan y se hacen cada vez más fuertes en las abigarradas callejuelas del barrio. Y la banda sonora es la lengua árabe. La comunidad musulmana en Barcelona ha creado su propio “tempo” de vida y funcionamiento en El Raval, y está haciendo desaparecer el barrio que antes existía. De hecho, ya apenas existe.
El Estado Islámico está ya deslocalizado, pero no desmoralizado y mucho menos inactivo. Aún conserva una mortífera y dañina capacidad de recuperación y de riposta. Ha actuado en el corazón de una de las ciudades más abiertas y pacifistas del planeta, y una de las que más y mejor acoge a los inmigrantes musulmanes que huyen de la guerra, ofreciéndoles el refugio que les han negado en otros lugares del mundo.
España está a la cabeza de la lucha antiterrorista en Europa y en el mundo, por la triste experiencia que nos dejó medio siglo de terrorismo etarra. Quizás por eso el 70 % de las preguntas sobre el atentado en Las Ramblas, quedaron respondidas a las 72 horas de haber tenido lugar el ataque terrorista; lo que demuestra que somos una ciudad preparada como pocas para esas contingencias, quizás más que la mayor parte de las urbes del planeta.
Pero ni siquiera ese duro aprendizaje, ni nuestra histórica capacidad de recuperación, pueden paliar el dolor de una acción tan ruin y miserable como la del pasado 17.
¿Estamos pagando el precio de ser “demasiado” solidarios? ¿Desatendemos el monitoreo de los miembros más conflictivos de la sociedad? ¿Nos enteramos o no, de cómo se gestiona una comunidad extranjera, que se ha hecho hostil al resto por las acciones terroristas de sus vecinos más radicales?
¿Cómo ha podido ejercer de imán de una ciudad como Ripoll, un individuo con antecedentes penales como traficante de narcóticos? ¿Cómo fue, además capaz de fichar y radicalizar a doce jóvenes para las filas de DAESH, e incluso viajar a Siria, París y a Bélgica para contactar con sus mandos, sin vigilancia y en las narices mismas de las autoridades españolas?
¿Cómo se pueden detectar y neutralizar los efectos del terror, si este ya crece entre nosotros y se mimetiza entre nuestros hijos? ¿Cómo no incurrir en injusticias flagrantes, impidiendo el paso y la acogida a inmigrantes inocentes que huyen de la guerra, en nuestro afán de frustrar eventuales entradas subrepticias de terroristas entre ellos?
En Barcelona viven alrededor de 300.000 musulmanes con diversos grados de islamización. La Policía Nacional Española reconoció en su último Informe Anual sobre Lucha contra el Terrorismo, que un 25% de ellos se ha radicalizado, también en distintos grados en los últimos diez años, o sea, unos 75.000.
No existe un partido nazi en España que tenga ese número de adeptos, porque sería declarado inmediatamente un peligro para la democracia. ¿Cómo hemos podido entonces, mantener una postura contemplativa ante la radicalización de la cuarta parte de los musulmanes de Barcelona, sin hacer nada al respecto?
¿Y cómo puede evitarse, en resumen, que un niñato que ha crecido en España, convierta una furgoneta de alquiler en un arma de exterminio en masa en menos de un minuto?
La política española ha fracasado intentando dar respuesta a todas estas interrogantes, pero tiene la responsabilidad de hacerlo de forma inmediata y urgente. Debe apartarse de veleidades partidistas, abandonar los gestos independentistas y las posturas centralistas extemporáneas, y dejar de proclamarse fuerte mientras sigue muriendo gente inocente. No necesitamos ahora protagonismos ni gestos patrióticos interesados de quienes solo buscan rédito electoral. Estamos cansados de ser fuertes para enterrar cadáveres.
Hay que empezar a limpiar las alcantarillas del terror, y en Cataluña, el tema pasa por bajar al sótano del radicalismo islámico.
Me siento cubano y catalán de adopción, y soy un inmigrante, como lo son los musulmanes que conozco y frecuento. No soy sospechoso de antidemocrático y abogo por la solución del problema del terrorismo sin recurrir a la violación de ningún derecho civil fundamental. Pero sé que hoy es difícil que mis palabras no parezcan una soflama nacionalista. Tengo pocas, para describir la impotencia que siento ante la impunidad del terror, más si cabe, porque este terror nos ha nacido en casa y nos ha estallado a todos en la cara.
Creo en los musulmanes de paz, porque los conozco aquí desde hace un cuarto de siglo. Existen, viven trabajan y pagan sus impuestos. Aquí se han enamorado y aquí han tenido a sus hijos, que son catalanes de paz. Tienen tanto derecho a vivir en este país y en esta ciudad como yo mismo. No es justo que paguen, pues, por el dolor que infringen quienes sí buscan nuestra muerte sacrificando las vidas de sus hijos.
Amo Barcelona, y he visto con mis propios ojos crecer en ella el peligro islámico durante los últimos 25 años. No he sentido nunca el racismo en mis carnes, pero entiendo el lugar en que están hoy los musulmanes que viven en Cataluña y repudian a los asesinos de nuestros muertos y de los suyos, pero son vistos como el enemigo.
Habrá que aprender desde ahora a gestionar el rencor desde un lugar mejor, evitar las venganzas ciegas y los linchamientos pasionales, y luchar contra el terror sin atentar contra las libertades civiles de nadie. Pero también habrá que redoblar la vigilancia, detectar a tiempo la radicalización religiosa de los adolescentes y exigir a los residentes extranjeros señales más inequívocas de integración y de arraigo.
Y queramos o no, habrá que contar más con los musulmanes en la vida política y social de la ciudad y del país, cuando se hable -y se actúe- contra el terrorismo. Hay que convertir al colectivo islámico en España, en un cuerpo defensivo más de la comunidad, como lo es en Londres, y no la minoría sospechosa y segregada que son hoy en España.
La masacre de Las Ramblas es la primera gran herida que recibe Barcelona en su corazón, después de las de la guerra y de la carnicería de ETA en Hipercor. Con el paso del tiempo, ésta, como aquéllas, también se convertirá en cicatriz, pero para quienes habitamos, amamos y caminamos cada día sus calles y respiramos su atmósfera de arte y de paz, será un proceso largo de aceptación y reconducción de la rabia y del dolor.
Ya no hay más tiempo, hay que parar en seco esta espiral de muerte, y hay que hacerlo enseguida. Otros Younes ahora mismo esperan convertirse en mártires dándose un baño de sangre infiel en algún lugar del planeta. No necesitan armas; solo un carné y una furgoneta de alquiler.
Y una gran dosis de odio en el corazón.
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