sábado, 18 de noviembre de 2017

PABLO ÁLVAREZ DE CAÑAS El ciprés a la sombra de la ceiba.

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He terminado de leer ayer por segunda vez “Fe de vida”, imprescindible testimonio autobiográfico de Dulce María Loynaz Muñoz del Castillo, ser de luz y de culto de la literatura cubana, perversamente silenciado por Fidel Castro.
Había leído ya este libro a los 16 años, cuando recién comenzaba a conocer la obra de Dulce y a pasearme por su refinado universo lírico. Era un jovencito inquieto y ávido de lecturas edificantes, pero aun desprovisto de la experiencia y sensibilidad necesarias para comprender la prosa profunda y romántica de Doña Dulce, la más prolija y delicada de nuestras escritoras.
Alguien me dijo entonces que, de todos sus libros, “Fe de vida” era el apropiado para entender mejor los que había escrito antes, y una excelente introducción a los que escribió después. Sin embargo es la menos difundida y conocida de sus obras, y no ha tenido nunca la atención ni el reconocimiento que realmente merece.
“Fe de vida” es un pequeño tesoro. En él, Dulce no coquetea con el realismo mágico, como lo hace en “El Jardín”, ni hay la erudición y el dominio exquisito del idioma de “Un verano en Tenerife”, pero la escritora se deja el alma en cada frase con las que construye su apasionante y pasional relato de vida.
No es prosa vanguardista; por el contrario, la Loynaz escribe su testimonio en lenguaje sencillo, pero con la visceralidad de una novela. Es también un gran relato costumbrista, pero sobre todo, es una hermosa prueba de amor, porque «puesta en el caso, elegí siempre el amor», decía ella.
He vuelto a leer “Fe de vida” para refrescarme la imagen difusa del mayor objeto de amor de Dulce María Loynaz, hasta el día de su muerte.
Su nombre es recurrente en las páginas del libro, porque no es un personaje más en él, sino su razón de ser. De hecho, el libro se subtitula: “Evocación de Pablo Álvarez de Cañas y el mundo en que vivió”.

PABLO ALVAREZ DE CAÑAS, INSPIRADOR
En “Fe de vida”, Dulce María Loynaz reivindica a la persona, la profesión y el honor del periodista Pablo Álvarez de Cañas, su segundo y último marido, y también uno de los más avezados cronistas de sociedad que ha tenido la prensa cubana en toda su historia documentada, por más que a muchos les pese.
Dulce utiliza sus últimos destellos de energía y lucidez intelectual, para contar al mundo quién era realmente Pablo, probablemente deudora de un gesto público inequívoco que acallara de una vez los rumores tendenciosos que acompañaron al matrimonio mientras vivieron juntos.
No fue de Dulce la idea de escribir este libro, sino de su amigo y albacea Aldo Martínez Malo. Pero a ella le sirvió para rendir el mejor homenaje posible al hombre que amó, fallecido en el más triste olvido institucional apenas dos años antes. “Fe de vida” fue pues, la reverencia de la gran escritora, al gran cronista de sociedad; su esposo amado, su último y mejor amor.
Tengo con Pablo un permanente sentimiento de identificación profesional y personal, desde que conocí de su existencia, su vida y su labor periodística durante la era republicana. De hecho, él es mi ejemplo primero en mi breve y modesto bregar como aprendiz de cronista.
Su impronta periodística quedó desgraciadamente oculta tras la obra literaria robusta y universal de su mujer, aunque es injusto achacar solo al protagonismo de Dulce, la discreta repercusión mediática que ha tenido Pablo después.
A pesar de ser tildado de mal escritor, Pablo Álvarez de Cañas llegó a ser por su propia capacidad, esfuerzo y talento, un personaje distinguido, leído y muy admirado por los lectores de la prensa cubana de sociedad de los años 40s y 50s. Sin embargo, su nombre nunca llegó a sonar bien en los círculos intelectuales más rancios del “periodismo serio”. Es cierto que se le achacaban mediocres habilidades literarias, y en rigor, no era un escritor líricamente notable, pero ni siquiera eso mermaba la excelente calidad de sus crónicas.
Muy a pesar de quienes lo menospreciaron antes, y de quienes lo silenciaron después, Pablo Álvarez de Cañas fue una de las grandes plumas del periodismo cubano de sociedad, y sin la menor duda, es el último gran exponente de este género en nuestra prensa nacional.
Vale la pena pues, echar un vistazo a su vida, y no hay forma de hacerlo mejor que a través de los ojos de la mujer a la que más amó.
SU MAJESTAD ENRIQUE I, 
EL INNECESARIO
La vida sentimental de Dulce María Loynaz puede resumirse –generalizando mucho–, en dos romances con distintos grados de pasión, pese a que ambos terminaron en boda.
Antes de conocer a Pablo, Dulce había estado seis años casada con su primer marido, que era también su primo, Don Enrique de Quesada y Loynaz.
La diligente –y millonaria– escritora, adquirió una parcela de 452 metros cuadrados en la Calle 14, número 6, entre Calzada y Línea en El Vedado, y edificó allí una casa con la idea de utilizarla de vivienda cuando contrajera matrimonio con su primer novio prometido, su primo Enrique de Quesada y Loynaz.
La pareja proyectaba irse a vivir allí después de casados. Y efectivamente, hubo boda en 1937, pero ninguno de los dos llegó a poner jamás los pies en la mansión de la Calle 14.
El matrimonio se iría al traste en 1943, entre otras razones, -y oficialmente-, por la imposibilidad de ella de darle hijos a él. Fue una tibia verdad a medias que le sirvió a Dulce María de excusa perfecta para sacar de su vida a la peor de sus equivocaciones.
En 1937, Dulce María Loynaz publica “Canto a la mujer estéril”, para expresar su sentimiento de frustración de mujer impedida de procrear, y se lo lee a Enrique una noche en la alcoba, pero él se le queda mirando como una vaca a un tren.
Enrique no es capaz de entender nada relacionado con el mundo literario de su esposa, ni con ningún otro mundo, ni aunque se esfuerce. Pero tampoco le importa demasiado. Quiere un hijo, y esa es la única preocupación que le traslada constantemente a Dulce.
Ella cae en la cuenta de que su relación con su primo está abocada a fracasar, tenga o no descendencia con él. Un hijo no convertirá a Enrique en un hombre interesante. Ni media docena.
Dulce no disimula su desdén en “Fe de Vida”, cuando narra con tristeza sus primeros años de matrimonio junto a Enrique, aislados –por deseo de él– en su finca La Belinda: “Vivíamos una falsa paz conyugal que no mermaba sus celos y asfixiaba mi vocación literaria”, escribe ella.
La Belinda fue el retiro que durante varios años Enrique impuso a Dulce, y que ella aceptó casi sin pensar, porque estaba enganchada a él de forma casi primitiva. La gran mansión colonial cuya verja aún conservaba un escudo metálico con la fecha de su construcción, 1793, fue reconstruida por Dulce con un gran esfuerzo, “un paraíso con tantos sacrificios fabricado, a cuyos umbrales no llegaba nadie o casi nadie…”. Allí solía encerrarse Enrique con ella, alejándola de todo y de todos.
Enrique de Quesada y Loynaz es un claro ejemplo de que la genética no siempre es garantía de heredar las virtudes de los ancestros. Por sus venas corría sangre mambí de la más auténtica, descendía de la estirpe valerosa los Agramonte y era primo segundo de Ignacio, El Mayor. Pero estaba lejos de ser el brillante estratega y eminente hombre de acción que fue aquél.
Enrique era un desperdicio de oxígeno. Era un hombre estúpidamente hermoso y mentalmente simple, anodino, fatuo, primitivo, superficial y gris, como la propia Dulce lo describe: “de hermosa presencia, pero espíritu mínimo, más bien básico; bello e inútil”. No había por dónde coger a Enrique de Quesada.
Sin embargo, Dulce María llegó a enamorarse de él, si no de forma obsesiva, sí con turbulenta pasión carnal. Al final prolongó su matrimonio prácticamente solo por razones de cama, porque Enrique no le aportaba nada en el resto de las facetas de su vida. Reconocería más tarde que fue “un amor tan insensato que ahora yo misma no lo entiendo”.
Y como todo lo que fue objeto de grandes pasiones en su vida, Enrique quedó también reflejado en su obra poética. Dulce lo comparaba con San Miguel Arcángel, y le pedía que la devorase con sus “dientes de fiera joven”:

SAN MIGUEL ARCÁNGEL
Dulce María Loynaz

Por la tarde,
a contraluz
te pareces
a San Miguel Arcángel.

Tu color oxidado,
tu cabeza de ángel-
guerrero, tu silencio
y tu fuerza...

Cuando arde la tarde,
desciendes sobre mí
serenamente;
desciendes sobre mí,
hermoso y grande
como un Arcángel.


Arcángel San Miguel,

con tu lanza relampagueante
clava a tus pies de bronce
el demonio escondido
que me chupa la sangre...


En “Fe de vida”, la escritora vuelve a referirse a Enrique dedicándole alguna floritura que claramente ya no suena sincera, y que se percibe escrita “por cumplir”, una confirmación de que la autobiografía no debe tomarse nunca como un testimonio honesto de quien la escribe, así sea la mismísima Dulce María Loynaz.
A los cinco años y medio de casada, Dulce ya está hasta el gorro de la sangre de horchata de Enrique, de su pasotismo, de sus simplezas, de sus celos infundados, de su tendencia a aislarla del resto del mundo, y de su nula implicación en casi cualquier cosa que ambos pudieran compartir. De modo que pone fin a la relación, y muy contenta, por cierto.
El 3 de noviembre de 1943 un juez habanero extiende una sentencia firme de divorcio, y de un plumazo Enrique de Quesada y Loynaz pasa a formar parte del pasado de su prima Dulce María.
Dulce, más que dadivosa, le regala la finca La Belinda, para que la habite con su siguiente mujer, de la que tendrá finalmente la descendencia que ella no ha podido darle.
Nunca llegarán a habitar la casona de El Vedado que hizo ella para los dos en la Calle 14, y que finalmente le venderá a Guillermo del Monte y Varona, hijo de Domingo del Monte. Posteriormente la casa fue adquirida por el yerno de este, el doctor Ramón de la Cruz, esposo de Margot del Monte, y supongo que hoy aún la ocupen sus herederos.
PABLO I EL ESPERADO
Dulce María tiene ya 41 años cuando se libera de Enrique. Lo primero que hace es irse con su hermano menor de viaje alrededor del mundo, para darse un homenaje a sí misma y olvidar la mala experiencia matrimonial. Una de las ventajas de ser rico es que las depresiones sentimentales se hacen mucho más pasajeras.
Vuelve renovada, a punto de publicar su tercer libro de poemas. Se marcha a vivir con su madre y sus hermanos a una casa en la confluencia de las calles San Rafael y Amistad, en Centro Habana, en los altos de lo que sería después la selecta joyería “La Maison Française”. Esta es la vivienda a la que alude en “Últimos días de una casa”.
Estaba ubicada enfrente de “una decorosa pensión para huéspedes solteros”, como ella la describía. Y quiso el destino que allí se hospedara un día de 1946, un joven inmigrante canario, que la observaba cada mañana desde su balcón del primer piso, con curioso e insistente interés.
No había, ciertamente, nada lascivo en la curiosidad del joven vecino español. Era un periodista a quien aquella mujer de la casa de enfrente no le era totalmente desconocida. Y él tampoco lo era para ella.
Se llamaba Pablo Álvarez de Cañas, y había sido un amor adolescente de Dulce María, truncado entonces por el celoso padre de ella, el General Enrique Loynaz del Castillo. Como en las grandes novelas, el destino volvía a cruzar sus caminos. Pero ahora el periodista y la escritora eran adultos, y nadie podía evitar que entre ellos ocurriera lo que ambos habían estado deseando hace un cuarto de siglo.
EL AMOR PRECOZ
En la Primera Parte de “Fe de vida”, Dulce María describe la llegada de Pablo Álvarez de Cañas a La Habana a finales de 1918, siendo un niño y acompañado de su familia y su perro. También narra con detalles el momento en que se ambos encuentran por primera vez, cuando aún él es casi pre púber, pero se enamora de la niña rica del barrio alto.
La joven y frágil poetisa aristócrata le corresponde, pero tiene unos padres severos que se oponen a un noviazgo con un inmigrante desempleado sin oficio ni beneficio.
La escritora cuenta en su testamento biográfico, cómo Pablo regresa con su familia a Canarias para pasar allí sus años de adolescencia y juventud en Tenerife. También describe cómo vuelve a Cuba para ejercer su oficio de cronista, aprendido en España, y cómo, justo al poner los pies en la Isla, alquila una habitación en “una decorosa pensión para huéspedes solteros” donde vuelven a encontrarse pasados los años.
Y allí están Pablo y Dulce, 25 años tarde, mirándose a los ojos frente a frente desde sus balcones, reconociéndose detrás de la pátina del tiempo y por el brillo de los ojos, sin que ninguno de los dos apenas se lo pueda creer.
Ella andaba por esas fechas emocionalmente revuelta. Recién regresaba de darse un baño de multitudes por varios países de Latinoamérica, y había conocido en Montevideo a la gran poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou, que elogió y leyó sus poemas en la radio nacional.
Reencontrarse con su amor de la adolescencia, a Dulce María le parece una emotiva y hermosa pirueta del destino. Está muy receptiva a enamorarse; ha sido objeto de una dolorosa desatención emocional durante años por parte de Enrique.
Cae pues, rendida ante el joven canario, prendada de “su extraordinario don de gentes y su gran inteligencia y saber estar, a pesar de sus orígenes humildes”, cuenta en carta vibrante a una amiga de Madrid. Él no tiene dinero, pero le ofrece un amor macerado en su corazón durante 25 años. Y ella acepta, porque "le va el amor mejor si es un buen añejo".
“Se ha convertido en un joven apuesto y locuaz que habla casi como un cubano. Lleva la chispa del periodismo en los ojos, y en sus manos un talento único para convertirlo en palabras, las más atinadas y precisas que he leído de un cronista de sociedad”, escribe orgullosa a su amiga madrileña.
EL IMPERIO LOYNAZ CONTRAATACA
Diez años antes, en la década del 30, Dulce María había convertido su casa en centro de la vida cultural habanera, y había creado y popularizado las llamadas "juevinas", animadas meriendas que celebraba las tardes de los jueves con la intelectualidad más significativa del momento. A ellas asistieron figuras de la talla de Alejo Carpentier, Rafael Marquina, Carmen Conde, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca o Emilio Ballagas, por mencionar algunos.
Por eso en 1946 sus padres y hermanos no comprendían por qué Dulce podía ahora conformarse con la compañía “sospechosa y del montón” de un paupérrimo aspirante a cronista social, que era encima extranjero. Y mucho menos, cómo había podido siquiera ver en él, a una posible pareja sentimental.
Para la familia Loynaz, Pablo es un cazador de herederas ricas, y cierra filas para defender su buen nombre y su patrimonio. Dulce María entonces se ve forzada a posicionarse y a actuar contra la poderosa voluntad de su clan. Es una mujer de férrea determinación y gran carácter, aunque practica ambas virtudes sin apenas estridencias, y en ocasiones, desde el más absoluto mutismo. Solo toma decisiones drásticas.
Lo demuestra entonces, el 8 de diciembre de 1946, Día de la Inmaculada Concepción, contrayendo matrimonio religioso con Pablo Álvarez de Cañas en contra del deseo de todos sus parientes, y lo demostrará con creces décadas más tarde, al quedarse a vivir -y a morir- en Cuba, en completa soledad y aislamiento.
Pero es pronto. No ha finalizado aún la década del 40.
LA CASONA DE E Y 19
Dulce María y Pablo viven con gran intensidad los primeros meses de su matrimonio. Para dejar aún más claro a sus parientes que ella manda en su propia vida, Dulce utiliza parte del dinero que le corresponde de la abultada fortuna familiar, para comprarse la legendaria casona de la Calle E (entonces “Baños”) y 19 en El Vedado. Ese mismo año se traslada a su nuevo hogar con Pablo Álvarez de Cañas.
Calle E será la última y más famosa de las moradas terrenales de Dulce y Pablo. Durante muchos años en su comedor sesionará la Academia Cubana de la Lengua, y el matrimonio será anfitrión solícito de grandes figuras del arte y de las letras del mundo entero. Recibirán en sus salones a lo más granado de la burguesía y la intelectualidad de su tiempo; hasta la eximia Gabriela Mistral tendrá un paso fugaz y accidentado por allí, con el violento desenlace que todos conocemos.
Se celebrarán bufetes, recepciones, meriendas y los multitudinarios cumpleaños de Pablo, porque a Dulce le disgustaba celebrar los suyos. Es la casa en que el cronista será festejado por su nombramiento como representante internacional del Comisionado del Tabaco Cubano.
A calle E iba toda la jet, y todos hablaban de todos. Quizás porque allí además de Dulce, vivía un hombre que escuchaba y escribía: Pablo Álvarez de Cañas. Traigo a colación un pasaje de Alejandro González Acosta en uno de sus ensayos sobre Dulce María, muy ilustrativo del nivel de los comentarios que por entonces se escuchaban en los salones de su casa:
“Ella misma me comentó que Alejo Carpentier insistía mucho para ser aceptado en su círculo, pero nunca fue grato allí. Es más, la difundida narración de Carpentier sobre el banquete nocturno en una loma habanera fue totalmente falsa. Y un dato precioso: Carpentier se burla en “La consagración de la primavera” de la fiesta que ofreció María Luisa Gómez Mena, Condesa de Revilla de Camargo, en honor del rey Leopoldo de Bélgica y su esposa, Lilian Baels, Princesa de Rhéty, pero esto obedeció a su resentimiento, pues no logró, a pesar de sus pedidos insistentes, ser invitado. Como no pudo asistir, esa fue su venganza. Dulce María también me confió que Carpentier buscó entrar en la “sociedad habanera” al casarse con Lidia Esteban Hierro, hermana del llamado “condesito de Ferro”, un mulato rumboso famoso por sus escándalos, pero tampoco lo ayudó esto, pues, además, eran mestizos. Dulce María, casada con un cronista social como Pablo Álvarez de Cañas, estaba muy al tanto de estos asuntos.”
Así estaban las cosas por la casona de Dulce y Pablo a principios de los años 50s.
PABLO ÁLVAREZ DE CAÑAS 
Y LA CRÓNICA DE SOCIEDAD
La élite arcaica de la intelectualidad cubana de los años 40s, solía infravalorar el oficio de Pablo Álvarez de Cañas burlándose de sus modestas dotes literarias, y acusándolo de incapaz de percibir la realidad social de la Isla de forma objetiva, desde su óptica extranjera.
Sus propios colegas del gremio, cronistas sociales de la vieja escuela curtidos en mil batallas, intentaban desmoralizarlo tachándolo de advenedizo en la profesión, ya de por sí considerada un “género chico” del periodismo. No faltó tampoco quien lo acusara de “mantenido” de su mujer, y de vez en cuando se echaba a volar la duda razonable de su sexualidad contra natura.
Estaba claro que les raspaba bastante a los puristas encontrar en una modesta columna de sociedad del Diario de la Marina, un cuento de hadas tropical cautivador, exquisitamente escrito con palabras simples y firmado por Pablo Álvarez de Cañas, donde debía estar la típica nota azucarada y pedante sobre el enlace matrimonial de alcurnia de turno, que era lo normal.
Para molestia de sus enemigos, se publicaron decenas de frescas crónicas de Pablo Álvarez de Cañas en las páginas sociales del Diario de la Marina, El País y la Nación, entre otras publicaciones. Fue articulista de excepción de innumerables eventos, fiestas y saraos importantes de la burguesía y la intelectualidad cubanas, desde 1947 hasta 1959.
Si bien ya Pablo tenía labrado cierto prestigio en pequeños círculos periodísticos habaneros antes de reencontrarse con Dulce, el “renacer” de su carrera se debe fundamentalmente al mecenazgo de la escritora, aunque por muy poco tiempo.
Después lo avalaba solo la popularidad ganada por sí mismo como cronista titular de la burguesía habanera más “in”, y también –pese a sus apóstatas–, de la que ya gozaba en las redacciones de los principales periódicos nacionales.
A Pablo le cambia la vida su boda con Dulce.Tiene ahora una actividad pública frenética en el corazón de la élite de la intelectualidad burguesa, gracias a su mujer. Al mismo tiempo empieza a ocupar el puesto de promotor de su obra literaria en Europa, y de gestor de sus contratos editoriales. Pablo se convierte la mano derecha de Dulce para casi todo, y la poetisa le corresponde introduciéndolo en los más selectos círculos de la crema y nata de la intelectualidad burguesa.
Es ese el escenario adecuado para ejercer su profesión y demostrar su valía como retratista del acontecer social de un país al que no pertenece, pero cuya esencia e idiosincrasia hace tiempo ha asimilado y entendido. Pablo había llegado a la Meca de la alcurnia cubana y disponía de material periodístico de primera calidad, combustible para echar a andar el motor de su prosa concisa y directa. Sabía que ante sí estaba la gran oportunidad de su vida, y resolvió aprovecharla lo mejor posible.
Las crónicas sociales de Pablo Álvarez de Cañas trascienden al mero artículo festivo de sociedad al uso, tan recurrente en los cronistas sociales de la primera mitad del siglo XX.
Estos, en su inmensa mayoría conservaban las formas arcaicas del XIX, profusas en grandilocuencias gratuitas, remilgados postureos de clase y casposas frases hechas, con una importante sobredosis de florituras verbales, que en ocasiones las hacían francamente ilegibles.
El nuevo enfant terrible del amarillismo de postín, renueva la crónica como género sin ser nada del otro mundo como literatura. Las piezas de Pablo Álvarez de Cañas son auténticas piedras preciosas documentales, nítidos frescos del acontecer social de la burguesía cubana dibujados con palabras sencillas, siempre entendibles, y repletas de información.
A Pablo le bastaba amarrar con un titular atractivo –era famoso por sus faldones impactantes– y encandilar con la información del artículo, siempre única, jugosa y anticipada a la de sus colegas. Era ese su principal activo, más que el estilo de sus palabras.
Pablo era un narrador correcto sin ser exquisito, pero su especialidad era entretener con los detalles, siempre abundantes y prolijos en sus crónicas. Era un gran observador; jamás se le escapaba una joya en un broche, ni una cara nueva en las regatas, ni un mal nudo de corbata.
Tampoco el mohín imperceptible de desprecio de cierta condesa a su consuegra al encontrarse un domingo en el Hipódromo. Ahí estaba Pablo con su cámara y sus preguntas, siempre incisivas pero galantes, siempre correctas pero incendiarias.
Pablo escribe crónicas de sociedad como joyitas de pequeño formato, con el gusto fino de un orfebre. Las suyas son miniaturas de la información del “haute monde” habanero, contadas de forma fresca, en lenguaje coloquial y simple, y con discreto estilo. Tampoco se priva de una dosis de aguda y destructiva ironía, si toca. Los jugosos reportes de sociedad de Pablo Álvarez de Cañas superan con diferencia, en oficio, forma y fondo, a las notas decadentes y amaneradas de sus contemporáneos.
Álvarez de Cañas no era un redactor de altos vuelos, pero podía describir los pormenores de una aburrida recepción de ancianos fundadores del Country Club, como la más animada gala del Montmartre sin que sus lectores se sintieran estafados, ¿sería por eso que Norge le llama “cronista social de muchas mañas”?
Pablo jamás mentía en sus crónicas, pero tenía el don insuperable de tejer historias fantásticas con las escasas hebras de realidad que le proporcionaba la vida. Y esa cualidad en un cronista la agradecían lectores y dueños de periódicos por igual.
Hubo, no obstante, a lo largo de su período activo como cronista, desde el 46 hasta el 59, rumores maledicentes que pusieron en duda la autoría de muchas de sus crónicas, sospechándolas obra de su genial esposa.
El tiempo demostró la falsedad intencionada de las acusaciones de plagio consentido de que fueron víctimas Pablo y Dulce. Si bien ella colaboró en algunas de sus publicaciones, siempre quedó debidamente acreditada por él en todas ellas.
Pablo jamás firmó un trabajo escrito por su mujer, entre otras cosas porque era un hombre de una honestidad a prueba de bomba, y lo suficientemente listo como para saber que los estilos literarios de ambos, se parecían como un huevo a una castaña, de poderse comparar.
Pero más que nada, jamás lo habría hecho, por orgullo. Era consciente de que tenía un “sello” como cronista, más allá del sitio gris en el escalafón que le conferían sus colegas. Sabía que no era el Fernando Ortiz de la prensa de sociedad, pero jamás habría consentido camuflar su marca tras un texto de su esposa, aunque se tratara de la mejor escritora cubana de todos los tiempos. Si algo no necesitaba Pablo, era un negro literario.
También por los mentideros habaneros corrían rumores menos literarios y más cargados de ponzoña, referidos a cierta relación “extraña” que había entre Pablo y su cuñada Flor, la hermana de su mujer, y hasta alguna más osada y maligna que iba más allá, y relacionaba al cronista con algún hermano varón del clan. Misterio.
La ambigüedad sexual de Pablo Álvarez de Cañas fue el dardo preferido de sus enemigos para atacarlo socialmente, pero la pareja capeó todos los temporales provocados por las malas lenguas, y continuaron firmemente unidos. No los separaría jamás el desamor. Lo conseguiría, en cambio, Fidel Castro.
Sobre eso, me permito dar por hecho que Pablo era homosexual como que el agua tiene dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno. No es necesario recurrir a prueba documental alguna, porque sería como buscar indicios de la homosexualidad de Liberace. Pablo era gay tan seguro como que mañana saldrá el sol.
Eran tiempos complicados para asumir esa condición, aunque había mucho armario lleno. La alta sociedad habanera era pacata, moralista y cruel, y Pablo y Dulce eran “celebrities” en el ojo del huracán, avalados por el prestigio de ella y con el de él puesto aún en cuarentena. No era cuestión de dar la nota si estás casado con la más descollante escritora cubana de los años 40s.
Sin embargo, aunque no existen testimonios que demuestren fehacientemente la homosexualidad de Pablo Álvarez de Cañas, tampoco hacen falta. Su comportamiento social y el de su esposa durante el tiempo que estuvieron juntos, dejaron decenas de anécdotas y sobradas evidencias entre quienes frecuentaron a la pareja, de que él no era nada conservador en cuanto a su sexualidad, y que a ella eso tampoco le importaba demasiado; quizás hasta no le disgustaba del todo.
No era el sexo el eslabón más fuerte de esta relación, sino la mente. Ambos se hacían el amor con la cabeza. Y eso a Dulce le encantaba.
1959; 
SE ACABÓ LA DIVERSIÓN
La llegada de Castro con su “nueva ética revolucionaria”, propugna e instaura un nuevo arte y una nueva cultura, y de la noche a la mañana los valores burgueses son declarados lacras del enemigo que la revolución debe extirpar.
La crónica social queda proscrita en los medios de comunicación revolucionarios como género periodístico, y es eliminada de la prensa nacional. Se declaran personas “non gratas” al periodismo comunista, a todos los exponentes de la prensa burguesa. Ya no hay cabida en la nueva sociedad para los periodistas como Pablo Álvarez de Cañas.
Las más grandes figuras de nuestras letras han sido brillantes cronistas de sociedad. Las crónicas de sociedad de Julián del Casal y Renée Méndez Capote devinieron clásicos del costumbrismo cubano, y las del Apóstol se convirtieron en obras de arte, a pesar de que Pepe las escribió básicamente para poder comer. La propia Dulce María señala que “aunque la crónica social carece de valor en sí misma juzgándola desde la propia época que la produce, deviene documento de testimonio histórico de inestimable valor, pasado el tiempo”.
Pero en 1959 Castro desterró a la crónica de sociedad y aniquiló a sus cronistas, para dar paso a la más agresiva, destructiva y eficaz campaña de propaganda política que conocerá un pueblo latinoamericano jamás.
El nuevo estamento cultural desprecia a Pablo como profesional, lo estigmatiza y lo convierte en el exponente máximo del periodismo “contra el que hay que luchar”. Pablo es el ejemplo de la más perniciosa intelectualidad burguesa, lo más trivial del mundo editorial y la más frívola y superficial expresión del capitalismo.
El cronista cae en una depresión severa que parece irreversible, y se encierra en la casa familiar de El Vedado de la calle E. Su propia esposa comprende que languidecerá en la Isla señalado por el gobierno, y anulado social y laboralmente por la élite cultural de la dictadura comunista.
Ella está en una situación similar, porque hace tiempo decidió dejar de escribir poesía y se escondió con él, de pura tristeza y desmotivación. Pero aún el aparato represivo no se atreve a actuar en su contra, quizás porque se rumorea que van a proponerla para el Cervantes –en efecto, fue una primera vez que no prosperó–, y sigue siendo presidenta de la Academia Cubana de la Lengua. Su relevancia intelectual y su prestigio todavía le sirven de coraza contra las zarpas del poder.
Además, ella es más fuerte que él. Puede vivir en encerrada en su casa y cercada por la hostilidad del nuevo régimen y sus instituciones, pero en su país. “Son otros los que tienen que marcharse”, responderá desde entonces a los que la animan a irse de Cuba.
Pablo es más débil, pero no tanto como creen los demás, incluida su mujer. En realidad, hay mucho de voluntad y valor oculto tras su apariencia frágil, que aun no ha demostrado, quizás porque acusa una enfermedad latente mortal, no diagnosticada. El cronista no lo sabe, pero tampoco quiere estar más tiempo expuesto a los ataques de que está siendo víctima por parte de los comisarios culturales, y a veces de la policía.
Por eso decide marcharse al exilio, solo y enfermo. Ambos acuerdan que es lo mejor, antes de que las cosas se compliquen, y le sea eventualmente negada la salida.También lo hace por pura lealtad ideológica al grupo de colegas periodistas que dirigían el periódico Diario de la Marina, del cual se siente beneficiado deudor. Ellos también han sido defenestrados por el nuevo régimen, y se marchan.
EXILIO DE IDA Y VUELTA
En 1961 Dulce María deja de ejercer la abogacía, para recogerse en su palacete. La razón es que su marido Pablo Álvarez de Cañas se ha marchado a los Estados Unidos, donde permanecerá varios años, dejándola sumida en la más profunda de las tristezas.
En su exilio a Pablo lo sorprende la muerte de su suegro, el General del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo, y años más tarde la de su cuñado y hermano de Dulce, el notable poeta Enrique Loynaz Muñoz.
Una gran noticia por fin ilumina sus días tristes de soledad; en 1968 Dulce María es electa miembro de la Real Academia Española de la Lengua, y ambos se reencuentran ese verano. Resuelve poner fin a su exilio en 1972, y retornar a Cuba junto a Dulce María.
"¿Por qué vuelves ahora Pablo, si este fue el peor de tus infiernos?", me pregunto yo siempre que pienso en este instante de la vida del cronista.
Pablo amaba al país que lo consagró como periodista de sociedad y donde encontró el amor, pero, aunque despreciaba profundamente a la dictadura castrista, responsable de su aniquilación moral y física, regresaba a Cuba por la lealtad y el amor inmenso que profesaba a su esposa.
Pablo Álvarez de Cañas estaba demostrando finalmente la autenticidad de su amor por Dulce María, regresando a la Isla a morir a su lado. En realidad, siempre quiso estar donde estuviera ella, incluso en su hora final, solo para irse de aquí tomándole las manos, y aunque esto lo expusiera otra vez al flagelo del dictador que tanto odiaba. No le importó.
Pablo Álvarez de Cañas había soportado largas décadas de rumores maliciosos, ofensas y dudas sobre la naturaleza de sus sentimientos hacia su mujer. Había sido considerado un buscavidas, un gigoló y un cazafortunas, y se habían valido de su condición sexual para dinamitar la confianza que Dulce María había depositado en él.
Pero aquí estaba él con ella, intacto el amor, calladas las bocas. Pablo era exorcizado y Dulce ganaba otra de sus batallas silenciosas.
Aldo Martínez Malo, el amigo y albacea de la escritora, al que indirectamente le debemos “Fe de vida”, fue avisado por ella en una nota sobre la inminencia de la llegada de Pablo a La Habana:
“Vendrá Pablo, y habiendo tenido mi esposo su misma profesión, estoy cierta de que simpatizarán ambos y yo me sentiré muy complacida por ello (...) Espero que venga a verme pronto y me diga si le parezco una mujer feliz; es casi un reto porque sé que nunca lo he parecido a nadie...”
Y cuenta Aldo Martínez Malo, de ese encuentro con Pablo Álvarez de Cañas:
“Fui al encuentro de Pablo, pero desdichadamente no era lo recordado en las ocasiones que lo vi acompañando a Dulce María en sus conferencias del Lyceum o en el Ateneo de la Habana en la memorable presencia de Gabriela Mistral, en 1953. Su tarjeta de identificación: la sonrisa, había desaparecido. Envejecido, enfermo de cuerpo y alma, era una sombra. Lo visite varias veces, hasta que quedó postrado en cama, con dolores inenarrables.”.
Y esos dolores los enfrentó junto a Dulce, que fue una abnegada esposa, incluso durante su exilio de en Miami. Cuenta Alejandro Gonzáles:
“Mientras Álvarez de Cañas permaneció en Estados Unidos, Dulce María consideró un deber insoslayable escribirle una carta diaria, –me explica–. Luego, cuando este enfermó allá, la poetisa se dirigió al gobierno cubano con el objetivo de solicitar el permiso de regreso para él. recibió la ayuda de Celia Sánchez. En 1972 regresa, ya viejo y enfermo, Pablo Álvarez de Cañas, y Dulce María lo cuida durante los dos años que le restaron de vida”.
Pablo estaba tendido en una cama Fowler en un ala de los salones de la planta baja, porque no podía subir hacía meses las escaleras debido a su avanzado deterioro físico. El robusto hombretón de los años 50 era ahora un anciano escuálido y balbuceante, que Dulce no abandonaba ni un segundo. Cuidaba de su alimentación y medicación, le leía trabajosamente fragmentos de sus propios poemas, y dormía a su lado. También ordenó que se oficiara una misa diaria por su salud en la capilla de San Martín de Loynaz, que estaba dentro de su propia casa. Las misas eran oficiadas por un capellán de la iglesia del Carmelo.
El afamado cronista social falleció el 3 de agosto de 1974 con las manos de su esposa rodeando las suyas. Moría con él un periodista canario de raza y la mejor pluma de la crónica social cubana, sin haber sido reconocido en vida.
Dulce María Loynaz, lo acompañó hasta su última morada, orgullosa de haber sido la mejor de las esposas para ese gran hombre que se fue. Sus restos se depositaron en el panteón Loynaz de la Necrópolis de Colón, junto al del General Enrique Loynaz del Castillo. Qué gran paradoja terminar durmiendo el sueño eterno junto al hombre que no lo quiso como yerno.
El panteón estaba destrozado, porque Dulce María no se preocupaba por arreglarlo; tenía muy pocas preocupaciones acerca del confort en el más allá; decía: “Ellos no están ahí”, dando a entender que entre sus prioridades no estaba lo que consideraba un excesivo culto a los muertos.
LA SOLEDAD
En justicia, fue con Pablo Álvarez de Cañas con quien Dulce María Loynaz recuperó el lugar de mujer de letras que había perdido después de años de silencio, cuando su ánimo decaía. Él volvió a prender la mecha al fuego de su creatividad, e hizo que recuperara otra vez las ganas de escribir.
Pablo se encargó de administrar sus asuntos y de difundir su poesía fuera de Cuba, y fue un incesante promotor de su legado literario. A pesar de los rumores que lo definían como un vividor, seguramente Dulce María le debe a Pablo Álvarez de Cañas bastante más de lo que él a ella, tanto en términos materiales como espirituales.
Dulce tuvo que soportar las muertes de su esposo, sus padres y hermanos. En 1966 había fallecido Enrique; en 1977, Carlos Manuel, y en 1986, Flor. Estaba sentimentalmente destrozada cuando comenzó a escribir “Fe de vida”, algo nada fácil para una anciana septuagenaria sola y con la vista muy deteriorada.
Comenzó a escribir en 1976, dos años después de la muerte de su esposo, animada por su albacea y amigo Aldo Martínez Malo. A Martínez Malo se le acusa de “aura tiñosa”, molesto e interesado manipulador de la escritora en sus últimos años productivos. Sin embargo es suyo el mérito de que Dulce María vindicara a la figura de Pablo Alvarez de Cañas escribiendo un libro.
Tan duro estaba siendo para ella, que a media escritura quiso abandonar (“Ahora veo que en realidad ya no sé escribir…”, le dijo un día a Martínez Malo), pero solo estuvo una semana inactiva, porque el recuerdo de su amado Pablo reclamaba su presencia ante el borrador de su obra. Hizo entonces un esfuerzo postrero, y acometió con energía renovada la recta final.
Escribió la última frase del libro el sábado 3 de agosto de 1978 a las tres de la tarde, “cuando empezaba a llover”. Hay una “Nota necesaria” que precede al texto, en la que Dulce expresa su deseo de que su obra “sólo se conozca cuando yo hubiera cumplido noventa años o después de mi muerte”.
En 1993 se cumplió ese extremo, y Dulce María Loynaz accedió a la publicación de “Fe de vida” por la editorial Hermanos Loynaz, de Pinar del Río, todo un acontecimiento literario después de tantos años de ausencia de la obra de Dulce en las librerías cubanas. “Fe de vida” tuvo una segunda edición, donde se revelaron parte de los secretos familiares íntimos del Dulce y del resto del clan, celosamente guardados durante décadas.
Ya nonagenaria, la anciana escritora aún tuvo que escuchar que en su libro “intentaba sacralizar a Pablo Álvarez de Cañas”, como han dicho tantos críticos del cronista, entre ellos el propio Norge Espinosa, que de Pablo apunta: “esa rara personalidad que fue su marido, cronista social de muchas mañas y escaso talento literario, que hizo de ella su mejor obra”. Me reservo mi opinión sobre Norge y su obra, pero su punto de vista lo convierte en un blanco muy fácil de su propia munición.
Después de 15 años, el Cervantes es el príncipe que despierta dulcemente a Dulce María de su exilio interior, y la catapulta a la actualidad mundial. La resucita, “logra ser nuevamente noticia, en la medida en que el mito que ella se había formado pudo quererlo”, dice González.
Recuerdo la imagen de Dulce María recibiendo en Alcalá de Henares el Premio Cervantes, entregado por vez primera a una mujer latinoamericana por el Rey Juan Carlos de España, el 23 de abril de 1992.
Su lucidez era casi mágica, conservaba fluido y vivo su verbo y clara su memoria, pero su vista era ya muy débil y temblaban sus manos, arrugadas como pergaminos.
Iba a su lado, empujando su silla de ruedas, “orondo y enfundado en un elegante chaqué, rebosante de vanidad” –cuenta González–, el novelista cubano Lisandro Otero, que apenas poco años antes le había negado de forma escandalosa el Premio Nacional de Literatura, y la había llamado “vieja batistiana, gusana y contrarrevolucionaria”.
Dulce era incapaz de leer su discurso, pero ya estaba previsto que lo hiciera Lisandro en su nombre:
"Unir el nombre de Cervantes al mío, de la manera que sea, es algo tan grande para mí que no sabría qué hacer para merecerlo, ni qué decir para expresarlo".
Vi y escuché aquel momento por televisión. Recuerdo que tuve una rara sensación agridulce, mezcla de orgullo patrio con rabia e impotencia, al sentir retumbar entre los muros centenarios del Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, las palabras sencillas y conmovedoras de Dulce, prostituidas en boca del hombre que la había silenciado en vida.
El mundo presenció aquella enternecedora imagen oficial, sin saber cuánta tragedia y dolor había en ella. A la eximia intelectual, por última vez la dictadura castrista le estaba secuestrando la voz en el más importante momento de su vida literaria.
“Una de las peores tragedias que ocurren cuando muere alguien como Dulce María, es que cualquiera, aún sus más enconados enemigos, pueden hacerle un homenaje, ahora que está indefensa, y así alterar la historia y falsear la verdad”, escribió Alejandro González Acosta.
Dulce está siendo víctima de homenajes que ella hubiera rechazado a causa de la identidad de sus patrocinadores. Después de su muerte ha resultado que todo el mundo la quería, la acompañó y la protegió en sus últimas horas. No es verdad. Nadie estuvo allí, más allá de sus íntimos.
Poco después de su regreso a Cuba con el premio más importante de la literatura hispana en su equipaje, Dulce María rompe con todos sus compromisos editoriales, y retorna al enclaustramiento voluntario en que había vivido antes de ganar el lauro máximo de las letras hispanas. Sufre demasiado la ausencia de su amado Pablo, su mejor apoyo espiritual, su más avezado manager y el más diligente y perseverante difusor de su obra. Su esposo. Su amigo.
No viaja más fuera del país, ni participa en actos públicos, con excepción de los que la vinculan a la Academia Cubana de la Lengua, pero hasta esos desaparecen de su agenda a mediados de los años 90.
Dulce pasó los días del Período especial también con muchas estrecheces y pocas manos amigas tendidas. Según algunos, “asediada por investigadores como Aldo Martínez Malo o curiosos como Vicente González Castro”, solo atendía durante una hora a las cinco de la tarde a sus escasos visitantes y a veces se quedaba esa hora entera esperando sentada frente a la ventana, porque nadie acudía.
Su asistenta siempre andaba buscando alcohol para cocinar, y tuvo que aprender a comprar comida en bolsa negra por el barrio. No hay que olvidar que Dulce fue acosada y asediada en su casa durante los vergonzantes días del Mariel, cuando las hordas comunistas le dispensaron un acto de repudio de los que se llevaban entonces.
Dulce María se quedó sola, con la presencia única, pero solícita, de su fiel sobrina María del Carmen Herrera, que cuidó de ella hasta el final, atendida médicamente por el Doctor Montoro y su amada enfermera Serafina. Eusebio Leal fue de los pocos que ayudó a la poetisa en aquellos tristes días de soledad, además de Angelina de Miranda, su inseparable secretaria, acompañante, confidente y amiga fiel durante medio siglo, que fue sus ojos y sus manos al final de su vida.
Dulce se enclaustra por última vez en su casa con su arma principal, la única que no pueden arrebatarle: el silencio. Su puerta al exilio interior.
El silencio de Dulce es un grito desgarrador reclamando su derecho a ser cubana en su tierra. Su invisible y silente presencia dentro de su casona de El Vedado hasta el día de su muerte, y en las narices del sátrapa que traicionó el sueño libertario de su padre, se me antoja el más bello y valiente acto de protesta que pudo hacer alguien por un ideal patriótico jamás. La protesta silenciosa de Dulce María fue más ensordecedora y explícita tras los muros de su encierro, cuánto más callado fue el mutis de su retiro.
Su última aparición pública se produce el 15 de abril de 1997 en un homenaje que le dispensa la Embajada de España en el portal de su casa, pero su comparecencia dura solo unos minutos debido a su delicado estado de salud.
Allí mismo fallecerá pocos días más tarde, en la madrugada del 27 de abril de 1997, veintidós años después que su marido, el gran cronista de sociedad Don Pablo Álvarez de Cañas, un augusto ciprés, que vivió feliz a la sombra de una majestuosa ceiba.
Todos dicen que al morir, ella aún lo amaba.

oOo

NOTA:

ÚLTIMAS GENERACIONES DE LA FAMILIA LOYNAZ DEL CASTILLO
El General de Brigada Enrique Loynaz del Castillo (1871-1963) se casó en primeras nupcias con María Mercedes Muñoz Sañudo, con quien tuvo cuatro hijos: Dulce María (casada primero con su primo Enrique de Quesada Loynaz y luego con el periodista español Pablo Álvarez de Cañas; sin hijos en ambos matrimonios); Enrique (casado con Francisca “Paquita” Lamas Rubida, sin hijos, y luego con María del Carmen Pérez, con dos hijos: Efraín Loynaz Pérez y Gregorio Loynaz Pérez), Carlos (que no casó ni tuvo descendencia; aunque su nombre completo era Carlos Manuel, sólo se le llamaba por el primero de ellos) y Flor (que casó, según unos, con Felipe Cárdenas y según otros, con Felipe Gardyn, pero tampoco tuvo hijos). Luego el general desposó a Carmen Loynaz Escarra, con quien tuvo tres hijos: Enrique (casado con Onelia de la Vega); Máximo (casó con Martha Beatriz Fernández y Washington y Carmen (desposó a Miguel Cano Hernández). Actualmente hay descendencia de estas ramas.
Me complace la definición que hace Alejandro González Acosta de esta alucinante saga familiar cubana: "Las Grandes Familias de El Mambisato".
“Su modo de estar en el mundo, ya raro en el tiempo que les tocó vivir en plenitud, se volvió totalmente incomprensible después de 1959, como si fueran fósiles majestuosos de Tiranosaurios Rex en medio de manadas de tigres diente de sable”.
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