sábado, 18 de noviembre de 2017

MILAGROS CANTA UN BINGO

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Milagros ha aprendido a hablar sola desde hace años. Cincuenta, si se pone a contarlos. No le quedó más remedio, si no quería volverse loca cuando se quedó sola en Madrid hace ya tanto tiempo que no quiere ni acordarse. Ahora ya tiene 70, pero se ha pasado toda su vida sola en un país extraño. Cincuenta años hace que sube los tres pisos del edificio donde vive, en el número 21 de la calle Amparo, en el barrio de Lavapiés.


Apenas se acuerda ya de cuando llegó a España, desde su natal San Miguel del Padrón, el pueblito habanero que abandonó por amor. Ella era una mulata despampanante que acababa de cumplir 20 primaveras, y estaba enamorada hasta los huesos de Horacio. Horacio tenía 25, era bajito, blanco, flaco, pecoso y desgarbado, y hacía el servicio militar en su pueblo. Era un percusionista matancero que había venido a buscar fortuna a La Habana. Y también la amaba. O eso creía ella.


Horacio terminó el servicio en enero de 1966, y consiguió un contrato como timbalero en una orquesta adscrita a la naciente Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM). Milagros vivía en una cuartería con su hermana menor, Elvira. Se habían quedado huérfanas en el 59, cuando su madre murió de cáncer y su padre murió tras ella, de pura tristeza. 

Las dos hermanas se quedaron solas y se hicieron modistas. Cosían para la calle cuando la orquesta de Horacio, “Sensación del Trópico”, las contrató para la confección de la ropa que utilizarían en su próximo show. Milagros conoció a Horacio en la primera prueba de vestuario y se enamoraron a primera vista. “Este es el hombre que quiero hasta que me muera, Elvira”, le dijo a su hermana.


Y entonces apareció lo que la feliz pareja vio como la gran oportunidad de sus vidas. A la orquesta de Horacio le salió un contrato para actuar durante un mes en el Pasapoga, una importante sala de fiestas de Madrid. Lo mejor es que la orquesta necesitaría a una vestuarista a tiempo completo para ocuparse de la ropa de los músicos, y el empresario español estaba buscando a una que fuera diestra y trabajadora. Horacio enseguida propuso a su novia, y la cosa quedó arreglada. La agrupación saldría para España ese mismo verano del 66. 

Horacio y Milagros estaban eufóricos. Nunca habían salido de la Isla, y ahora iban a conocer mundo y a estrenar su amor en Europa. Tanta era la felicidad, que Horacio le propuso a Milagros casarse en la Madre Patria, “No necesitamos una fiesta, mulata. Nos casamos en cualquier juzgado. Convirtamos este viaje en nuestra luna de miel. Quiero pasear del brazo contigo como mi esposa, por el Parque del Retiro, que dicen que es tan bonito”. Milagros no se lo podía creer.

Desgraciadamente no había sitio para Elvira en aquel viaje. La hermana de Milagros iba a quedarse sola un mes en su cuartico de San Miguel, esperando a que Milagros y Horacio regresaran de Madrid, ya como marido y mujer. Pero Elvira estaba contenta porque a su hermana mayor las cosas le habían salido bien. Tanto, que le cosió de noche y a escondidas un vestido de novia de raso y tul con puntas de encaje, para que tuviera una boda digna en Madrid. Milagros estuvo llorando un buen rato encima de aquel vestidito a media pierna con cuello barco y pedrería de plástico que su hermana le hizo con tanto cariño. 

Por desgracia los novios no viajarían juntos a España. Un problema administrativo con Iberia obligaba a la orquesta a viajar en dos grupos. Por decisión del empresario madrileño, Milagros, las cuerdas y los vientos de la orquesta serían la avanzadilla, mientras que el resto, incluyendo el grupo de percusión donde estaba Horacio, llegaría a Madrid tres días después.

El 2 de julio de 1966, Milagros se despidió de su novio y de su hermana Elvira en el aeropuerto José Martí. Elvira, entre lloros y besos, le puso un pequeño Elegguá, en la maleta de cartón que se compró en Ultra, “pa que te abra los caminos, mi herma”. En aquella maleta iba también cuidadosamente doblado en una caja de jabones Crusella, el vestido de novia que Elvira le había cosido a mano. “Si consigues una camarita, tírate fotos en el Retiro y en La Puerta de Alcalá vestida de novia”, le dijo Elvira mientras la abrazaba, sorbiéndose los lagrimones en la puerta de embarque.

Milagros apenas cabía en sí de felicidad, ansiosa por llegar a Madrid y esperar allí a aquel hombre que la quería tanto, que se tatuó en el antebrazo izquierdo un águila con las alas desplegadas y una cinta enroscada en los espolones con el nombre de Milagros del Rosario, su nombre de pila.

Milagros llegó a Madrid sola, pero con una ilusión tremenda. Los primeros tres días estuvo con la mente ocupada preparando la ropa de la orquesta y ordenándolo todo en los camerinos del Pasapoga, donde debutaría la orquesta “Sensación del Trópico”.

Pero a los tres días, cuando llegó a Madrid el resto de la agrupación, Horacio no estaba en el grupo. El empresario le dijo a Milagros que su novio había enfermado repentinamente de los riñones y no había podido viajar en el último momento. Habían tenido que buscar a última hora a otro percusionista para que ocupara su lugar en el debut. 

Milagros empezó a preocuparse. Esa misma tarde llamó a las oficinas de la EGREM en La Habana, porque ni Horacio ni su hermana Elvira tenían teléfono particular. Los de la EGREM le prometieron ponerse en contacto con su novio para que pudiera hablar con él al día siguiente, a una hora convenida.

Y al día siguiente Milagros llamó otra vez, desesperada. Pero allí estaba Horacio. Estaba bien, y le dijo la amaba más que nunca. “No te preocupes mulata, ya estoy mejor; seguro que este fin de semana vuelo a Madrid. Estaré allí para el estreno, y para nuestra boda”, la tranquilizó el joven músico.

Pero aquel fin de semana Horacio no vino, ni el siguiente, ni el otro, ni ninguno. La orquesta cumplió con su contrato y terminó las actuaciones previstas en el Pasapoga sin que Horacio apareciera. 

Milagros no vivió Madrid con la alegría que había soñado. Por el contrario, esos tórridos días de agosto lejos de los suyos, se le antojaron tristes y asfixiantes en aquella ciudad que había soñado como el escenario feliz de su boda con el hombre que más amaba en la vida. 

Entonces, justo el día anterior del regreso de la orquesta a Cuba, Horacio llamó a Milagros desde La Habana. Le confesó que su problema renal se había complicado y no la había llamado para no preocuparla. Pero había hecho bien, porque ya estaba mejorando y tenía un plan. Y entonces le dijo aquello que iba a cambiar su vida para siempre: 

“No vengas, Milagros. Ni te atrevas a coger ese avión. Esto se ha puesto del carajo; aquí ya no se puede vivir. Los americanos han aprobado una ley nueva que favorece a los cubanos en el papeleo cuando llegan a Estados Unidos. La gente está escapándose como puede en balsas caseras. Hay una represión tremenda. Por suerte yo tengo el pasaje y el visado en regla, en siete días estoy contigo. No te muevas de Madrid, mulata. Deja la orquesta y huye a donde sea, pero no vengas. Espérame allí”. 

Milagros se queda en blanco. No sabe qué hacer. No puede entender bien qué pasa. Las noticias de Cuba la preocupan terriblemente… ¿Cómo puede en un segundo renunciar a su país, a los suyos y a todo lo que conoce? ¿Y cómo puede dejar sola a Elvira? Si se queda en España será considerada una desertora y no podrá regresar jamás a su patria.

Pero el amor puede más. Milagros confía en Horacio a pesar de todo, porque lo ama. Y se arriesga y toma la decisión más importante de su vida: abandona el hotel esa misma noche, con su maleta de cartón, su vestido de novia y 3000 pesetas, su salario de aquel mes en la orquesta, casi íntegro. En Madrid se puede ahorrar un poco si uno se alimenta de bocadillos de calamares, y Milagros sabe vivir con lo mínimo.
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Una limpiadora del Pasapoga le había dado la dirección de una señora que alquilaba un estudio minúsculo en Lavapiés, en el número 21 de la calle Amparo. Y allí se fue Milagros con su maleta de cartón, y con la cabeza como un bombo.

Limpió el pequeño pisito de Lavapiés, puso rosas amarillas en el balcón y esperó una semana, la fecha en que Horacio, debía llegar de La Habana. “Mulata, no vayas al aeropuerto, no gastes plata en eso. Espérame en la estación de Atocha, en el andén 7, que dicen que es el del tren que viene del aeropuerto. Ve a eso de las tres de la tarde, porque el avión aterriza a las dos en Barajas. Y no te muevas de allí hasta que no me veas, que eres media cegata, Milagros, y no ves ni papa”, le dijo él en aquella última llamada telefónica. 

Y allí estuvo ella desde las dos, aquel 12 de septiembre de 1966 en el andén 7 de la estación de Atocha, entornando los ojos para ver mejor, viendo subir y bajar de los trenes a todo el que llegó y se fue de Madrid aquel día. Hasta que a las 12 de la noche una pareja de grises le preguntó si estaba perdida, y ella le dijo que no, que estaba bien. Y se fue hasta Lavapiés andando y llorando a mares.

¿Cómo puede una mujer acudir cada día a la misma hora al andén de una estación a esperar a un hombre durante un mes? Ahora que Milagros lo piensa cincuenta años después, hasta a ella le parece una barbaridad. Pero lo hizo y hubiera seguido haciéndolo toda la vida de no haber recibido aquella carta del director de la orquesta “Sensación del Trópico”, que no sabía cómo explicarle que Horacio no llegaría ese mes, ni llegaría jamás. 

Milagros no podía saber que su novio había suspendido su viaje a España. Y tampoco podía saber que su hermana Elvira, la que le cosió su vestido de novia con tanto cariño, era una mujer con tantos recursos. Porque su hermana se casó con su novio en La Habana, mientras Milagros lo esperaba en el andén 7 de la Estación de Atocha.

Ahora ya ha pasado mucho tiempo y no vale la pena recordarlo, pero Milagros conserva ajado y amarillento el vestido de novia de tul y puntas de encaje barato, cosido a mano por su hermana y estropeado por varias generaciones de polillas. Tiró el Elegguá a la basura hace ya mucho tiempo, porque comprendió tarde que no le abrió los caminos, sino más bien lo contrario. 

Lo que sí no ha podido tirar y aun conserva, es una vieja foto sepia en un marco de madera, donde está Horacio en pose marcial con uniforme del servicio militar, jurando bandera en un sitio perdido de San Miguel del Padrón.

Nunca dejó de amarlo, pero jamás ha vuelto a pisar la Estación de Atocha ni ha vuelto a Cuba, donde seguramente su novio y su hermana se llenaron de hijos y nietos e hicieron su vida. La de Milagros ha sido ajada y amarillenta como el vestido de novia que guarda en el armario con el resto de sus vestidos, casi todos negros. Trabajó muchos años en un taller de costura de la calle del Pez y ahora vive de una pensión modesta, si se le puede llamar vivir a eso que hace. 

Va al bingo de Gran Vía tres veces a la semana en la línea amarilla, que es la que le va bien. Compra dos cartones en dos rondas, se toma una cocacola entre medias y vuelve a casa. Ha cantado línea tres veces en cincuenta años, pero el bingo se le resiste.

En fiestas sale a ver escaparates y a veces, pocas veces, se permite el lujo de ir al cine a ver alguna película de amor, que cada vez hacen menos. Siempre sale deprimida y jura que no volverá, pero siempre vuelve. Y es que a Milagros ahora ya no le hace ilusión casi nada en la vida. 

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A la mujer de El Chato la conoce todo el mundo en Vallecas por el inconfundible toque hortera de su vestimenta, su absurdo peinado de los 60 y su procaz lenguaje de pescadera. No podía vivir en otro sitio que no fuera en Vallecas, donde no hay mucha clase ni glamour. Pero el carácter hace a la gente y la mujer de El Chato es el ser más inconforme y quejumbroso que hay sobre la faz de la tierra. Se queja hasta cuando no acierta la lotería. Y no puede pasar de hacerse un par de apuestas cada día de cuanto juego de azar existe en España.

La mujer de El Chato se conoce Madrid de cabo a rabo aunque no es española, porque jamás ha pegado golpe y se pasa el tiempo recorriendo tiendas y comprando horteradas con el dinero de su marido, que trabaja de sol a sol en una fábrica de conservas para mantenerla, desde que ambos llegaron a Vallecas hace un montón de años.

Pero El Chato es casero y tranquilo mientras ella necesita el ruido, las salas de fiesta, las excursiones para la gente de la tercera edad, las loterías y el chisme, sobre todo el chisme. Cualquier tema le vale, con tal de hablar mal de todo el mundo y luego quedarse tan ancha. 

La mujer de El Chato engaña desde hace años a su marido con otro hombre que la compensa más en la cama, un sitio de su hogar que ya no le apetece compartir con el hombre que se casó con ella. Él parece no enterarse de nada, pero casi le agradece que lo deje solo, porque se ha dado cuenta muy tarde de que su presencia le amarga la vida. 

El Chato se arrepiente de haberse casado con esta especie de sanguijuela, pero calla y aguanta, porque al menos su trabajo en la línea de conservas de la fábrica le hace más llevadera la vida. 

Su mujer no está muy al tanto de los sentimientos de su marido, de hecho no le importan en lo absoluto. Le basta con irse de rebajas a las tiendas del centro a reventarle la tarjeta y a bailar con su amante cada viernes. El Chato y su mujer son el matrimonio perfectamente infeliz, pero ninguno ha tenido el valor de reconocerlo jamás. 

Esta mañana el jefe de El Chato lo ha llamado a su despacho antes de entrar en la línea. Es un tipo inflexible y duro con sus trabajadores, pero él está convencido de que si no fuera así, la fábrica de conservas que le dejó su padre se hubiera ido a pique. Por eso a veces tiene que tomar decisiones duras. Como esta de hoy. Porque El Chato lleva en la fábrica más de 40 años. Era ya encargado desde antes de que su jefe aprendiera a caminar. Y sintiéndolo mucho, su jefe le dirá que no vuelva mañana, porque ya es muy mayor para el puesto y él ha sido bastante magnánimo manteniéndolo tantos años sin despedirlo por incapaz. 

Hasta ayer, que a El Chato le dio un bajón de tensión en plena jornada laboral y la línea de envases se paralizó casi media hora. Hoy es el último día de trabajo de El Chato. Su jefe no está dispuesto a que se vuelva a parar la línea por su culpa.

El Chato salió de la fábrica y deambuló un rato por el barrio antes de entrar en su casa. Estaba hundido por primera vez en su vida. Ni toda la displicencia de su mujer habría podido aniquilarlo como aquella frase de su jefe: “Mañana no venga; hoy es su último día aquí”.Cuarenta y seis años de sacrificio en la línea de conservas para esto. Tiene guasa. El Chato no sabe qué hacer, pero sí sabe que su vida ya no vale un duro. 

Su mujer lo ha recibido vestida y maquillada como siempre, porque se va a jugar cartas con unas amigas. Le dice que hay comida congelada en la nevera. El Chato responde con un leve asentimiento silencioso. Se sienta en el salón y deja la vista fija en el techo. Ahora sí que será imposible seguir aguantando a su mujer.

Sale a la calle y coge el metro. No sabe exactamente a dónde va, pero se baja en Gran Vía y vaga sin rumbo por la calle Montera. Esquiva como puede a las putas que se le acercan, “30 euros cariño, y te pongo en el cielo”. Pero El Chato ni oye ni ve. Sólo piensa en la fábrica, que es donde tendría que haber estado si su tensión no le hubiera jugado esta mala pasada y si su jefe no fuera un hijo de la gran puta. Aunque claro, a sus 75 tenía que llegar el momento, un día u otro. 

Gira por la Gran Vía mecánicamente y al poco rato ve el letrero y se queda pensando. ¿Un Bingo? Bueno, al menos estará entretenido un rato. Todo menos volver a casa para escuchar la voz estridente de su mujer y oler ese perfume hortera con el que impregna todo el piso. Se hará unos cartones.

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Milagros subió las escaleras del metro despacito y salió al exterior. Es viernes, día de Bingo y hace una tarde preciosa. Hay que ver como el Bingo se pone de gente los viernes. Debían inventarse un abono o algo así para las bingueras de toda la vida. Claro, que ella no se gasta mucho, aunque cuatro cartones al día, tres días a la semana durante cincuenta años... uff, no quiere ni pensarlo. Podría haberse comprado otro piso.

Por suerte su mesa está vacía, y ya casi empieza la primera vuelta. “Dos cartones y un boli Teresa por favor, a ver si hay suerte.”, le dice a su vendedora de siempre. 

Pero el tiempo pasa volando. Ya es la segunda vuelta y el cuarto cartón de Milagros. Ha estado a punto de cantar línea en el segundo, pero nada, se quedó a un número, el 84, que no es un número bueno según su experiencia de binguera experimentada. En fin, que se terminará la cocacola y luego se irá a casa, como siempre. Pero hay que hacer el último cartón.

La mecánica voz de la chica empieza a cantar los números y Milagros presta atención a su cartón, al tiempo que mira la pantalla de las bolas por encima de los espejuelos. Tiene cincuenta años de práctica, por eso no le cuesta. “4... 37... 62 seis dos... 58... 16... 1...” Este cartón se llena rápido, qué bien. Y poco a poco Milagros llena de cruces azules su cartón y le queda un solo número para línea, el 71. Pero la línea la canta una señora del fondo, la que siempre lleva un abrigo de visón más falso que Judas, y que por cierto, siempre le fastidia las líneas. 

La inexpresiva voz de la chica resuena en la sala: “Han cantado Línea. Comprobando línea 37, 60, 58, 1, 10. La línea es correcta. Vamos para bingo”, ha dicho impertérrita la chica... 

Bueno, hay que seguir. “51... 19... 14... 71 siete uno...”, ahora es que aparece el dichoso 71 cuando no me hace ni puñetera falta... El 6... el 90... ¡Virgen Santa, está a dos números del bingo!.. El 40... el 67 seis siete... el 18... Milagros no se lo puede creer, sólo le falta el 2. Y la chica sigue sacando bolas: el 32... el 11... el 44... el 70, siete cero... 

Milagros apura lo que le queda de cocacola rompiendo su norma de toda la vida...el 9... el 76, siete seis... ¡Ay Cristo!, ha visto la bola en la pantalla, no puede ser, ¡el 2! ¡Ha hecho bingo! 

La emoción le ha contenido el grito unos segundos hasta que ha podido articular, ¡Bingo! El grito le ha salido enérgico y fuerte con cierto toque masculino. Debe ser de la alegría. ¡Su primer bingo en 50 años! ¡No se lo cree aun!

“Han cantado Bingo”, dice la voz de aeropuerto de la chica, “El señor ha cantado Bingo. Comprobando Bingo 2, 13, 16...” 

¿Cómo que el señor? Milagros se quita los espejuelos, los limpia, se los vuelve a poner y mira la pantalla y a sus cartones. Son sus números y ella ha cantado bingo ¡Es vieja y le ha salido un poco de voz de camionero, pero no hay dudas de que es una mujer, no un señor! Y entonces se le acerca Teresa su vendedora, para decirle que el bingo lo ha cantado el señor de aquella mesa del fondo, y que a ella no se le ha escuchado cantar. 

Milagros se enfada, se levanta disparada como un rayo y va directamente a donde está la chica que saca las bolas y le dice de todo, porque ha sido ella quien ha cantado antes. Y la chica de las bolas le dice que ella sólo le han dicho que quien cantó fue aquel señor del sombrero. Y Teresa la vendedora sugiere que puede que no gritara con fuerza, que a veces ocurre. 

El señor se acerca para ver qué pasa y Milagros le dice que de qué va. Él le responde que no va de nada, que ha cantado bingo y punto. Milagros se altera, se quita los lentes, se los vuelve a poner... Pero ¿cómo permiten este atraco? Y el viejo, que no, que no es ningún atraco y que se tranquilice que está muy mayor y le puede dar un infarto. Y Milagros que se tranquiliza cuando le dé la gana y que el infarto le dará a él, si intenta robarle su dinero.

El juego se detiene hasta que aparece el encargado, que ante la situación, propone dividir el bingo entre los dos, 260 euros a la mitad, 130 para cada uno. La solución salomónica de siempre. Y que conste que es un favor que le hace a Milagros, porque en buena lid, habría perdido el derecho si no se le escuchó cantar, y ya está, que hay que continuar el juego, que están molestando a los demás jugadores, joder. Y Milagros: "oiga, cuidadito con los tacos, a mí usted no me falte, que puedo ser su abuela ¿eh?" Y nada de dividir, por ahí no pasa, que el dinero es suyo hasta el último céntimo. Ella ha cantado como tenía que cantar y si no la han oído que se aguanten. Y los demás jugadores pasándoselo de muerte con los dos abuelos que han montado un espectáculo delante del bombo de las bolas. 

Entonces el señor con expresión cansada se rinde. “Todo para usted, señora, y que le aproveche”. Y Milagros, “¡Pues claro que me aprovechará, como que es mío, qué se ha creído este viejo…! 

Milagros, pletórica, cobra sus 260 euros en la caja. ¡Al fin ha ganado algo después de medio siglo jugando! Y sale encantada de la vida y hasta le ha dado un beso a Teresa la vendedora y una propinita, que no se lo merece porque no la defendió, pero da igual, tiene su dinerito en el bolso.

En la puerta se tropieza con el señor de la bronca, que también se marcha. Y entonces lo nota. Está triste el viejo. No puede haberle afectado tanto perder el bingo. ¡Es sólo un juego! Y ella jamás había cantado bingo. Tenía que entenderlo, al menos por caballerosidad.

Milagros sale del local tras él. ¿No se habrá pasado un poco? De pronto le asalta una duda atroz. ¿Y si realmente el pobre cantó primero? Entonces se llena de valor, apura el paso y lo toca por la espalda. “¿Qué quiere señora? ¿No está contenta todavía?” 

Milagros le dice que no quiere pelearse. Lo siente mucho, no le gusta discutir con nadie. De hecho es la primera vez que discute aquí, y eso que hace un saco de años que viene a este bingo. 

Él le dice que es su primera vez. ¿La primera vez? ¡Ah!, la suerte del principiante, ya decía ella. Milagros se ha gastado una fortuna en centenares de cartones durante años, podía haber puesto una papelería con toda esa pasta y él viene así por las buenas y pum, bingo. ¿Suerte? –le responde él– ¿suerte dice usted? Pues sí que tiene guasa. Que yo sepa, es usted la que se llevó el dinero.

Milagros se detiene en medio de la acera, en la esquina de Gran Vía con Montera... “Oiga mire, que ya no somos niños, hagamos las paces ¿Le apetece un cafecito? Venga, que no me gusta ir dejando enemigos por la vida. Enterremos el hacha de guerra. Que esto es sólo un juego. señor mío.”

El Chato titubea... no está muy animado hoy. Mira los ojos grises de la anciana mulata, que espera ansiosa la respuesta. Y entonces descubre en el fondo de sus pupilas la misma soledad, la misma rutina. Y El Chato accede, porque no quiere volver tan pronto a casa para encontrarse otra vez con su mujer y su perfume barato y su terrible nueva vida de jubilado. 

Milagros se alegra, “Pero pago yo” dice. Y él, “Pues claro, es lo menos que podía hacer después de haberme desfalcado”. Milagros echa a reír divertida. Este hombre empieza a gustarle. Y no sabe por qué, pero tiene la sensación de que ella también le cae bien. Ay Milagros, tú tan vieja y pensando en estas cosas.

Y los dos cruzan la calle y desaparecen entre el gentío rumbo a un bar tranquilo de Fuencarral. 

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Milagros y El Chato se han tomado cuatro cafés en el bar. A ambos les parece que siempre han sido amigos, qué gracia, cuando han estado a punto de matarse por 260 euros. “¡Cómo somos las personas a veces de egoístas, Ave María Purísima!”, piensa Milagros. Pero el caso es que hay algo en este hombre que no puede describir, pero que la tiene como lela. 

Y El Chato tiene la misma sensación. La verdad es que esta vieja no es tan majadera como parecía en el Bingo. Le ha contado que vive sola en Madrid desde 1966. Él le ha dicho que hasta hace unas horas estuvo durante casi ese mismo período de tiempo trabajando en una fábrica de conservas. Y le cuenta lo de su despido, el bajón de tensión y el parón en la línea de envases. 

Milagros ha visto la alianza en su mano arrugada y él se ha apresurado a explicarlo: Claro que es casado, pero se ha dado cuenta muy tarde de que es infeliz con la mujer que escogió como esposa. Milagros le dice que nunca es tarde para empezar de nuevo. Casi se queda helada escuchándose a sí misma, ella que aun guarda en un armario su vestido de novia sin usar y no ha querido cambiar ni un ápice su vida aburrida y cuadriculada desde que llegó a Madrid desde un país lejano. 

Él le dice que también emigró joven con su mujer, pero que no fue la mejor decisión de su vida. Y qué tontería tan grande, porque casi se han pegado en el Bingo, ahora están a punto de acabar con las reservas de café de Colombia y aun no se han preguntado los nombres. 

Es entonces que el camarero trae el quinto café, se lía con la bandeja y la taza de El Chato termina en todo el puño de su camisa blanca de hilo.

El camarero se disculpa con vehemencia y Milagros apunta que la mancha de café seca sobre el hilo no se quita con nada, si no se enjuaga con quitamanchas en el momento del estropicio, que lo sabe porque es costurera y trabajó en una lavandería. El Chato dice que no pasa nada, que si no se quita, ya se comprará otra nueva. 

Entonces él se quita el gemelo del puño izquierdo y se remanga la camisa hasta el codo. Y Milagros siente cómo una fuerza invisible la levanta de la silla y la transporta vertiginosamente lejos de allí, cincuenta años atrás, a un pueblito de La Habana llamado San Miguel del Padrón.

A Milagros del Rosario se le agolpan de pronto todos los recuerdos guardados durante medio siglo, desde que se enamoró de un muchacho pecoso y bajito que hacía el servicio militar en su pueblo, donde se hizo un tatuaje en el antebrazo izquierdo con un águila con las alas extendidas, y su nombre de pila escrito en una cinta enroscada en los espolones. 

Para Milagros del Rosario es un milagro que el tatuaje de Horacio, El Chato, su novio de La Habana, siga estando en el mismo sitio y que Horacio esté ahí, sentado frente a ella mirándola a los ojos, cincuenta años después de que su hermana terminara seduciéndolo, le robara su amor y Milagros se convirtiera en la mujer más infeliz del mundo.

FIN

Del libro de cuentos en preparación, “DAÑOS A TERCEROS”




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Author: verified_user

1 comentario:

  1. Madre mía qué historia! Hasta pensé que era de verdad. Qué triste y qué hermosa al mismo tiempo. Pensé en una Penélope antillana, me sentí triste, pero me consuela el final. Me alegro mucho que el tipo fue infeliz.

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