lunes, 20 de noviembre de 2017

LA GUAJIRA QUE TEJÍA SOMBREROS DE GUANO SIN CESAR

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Lavinia no sabía que si en algo no tenía la intención de pensar Rosaura durante mucho tiempo, era precisamente en su hijo. La menor de sus hijas entreabrió los ojos y pareció no estar escuchando a su madre. Cuando unos minutos antes, Carmela extraía aquel montoncito de carne rosada y sanguinolenta de su cuerpo y separaba para siempre a la madre de su retoño de un certero tijeretazo, la joven tuvo la sensación de que aquel cuerpo no era el suyo.


Rosaura no se quejó ni una vez durante todo el tiempo que duró el alumbramiento, algo que no dejó de extrañar a Lavinia y a Carmela, tan acostumbradas al desgarrado griterío de las primerizas de la localidad.
Tampoco se había quejado antes, cuando respiraba mecánicamente por indicación de la comadrona con cada contracción. Ni había sentido nada parecido al dolor la tarde anterior, cuando vio a Lavinia venir hacia ella espantada mientras estaba sentada tan tranquila escogiendo el arroz, sin percatarse de que aquel líquido que chorreaba por sus piernas y estaba formando un charco viscoso mezclado con sangre bajo el taburete, era indicio seguro de que había roto aguas.

Rosaura presenció su propio parto como un acontecimiento ajeno a su persona, igual que un espectador asiste a una función teatral, porque se había vuelto inmune al dolor físico. Para ella, aquello había sido como ver una de esas viejas películas del oeste que traía a Mameyal cada año para Semana Santa el viejo Aparicio con su cine ambulante.

Por eso, cuando Fabiola limpió al bebé e intentó ponérselo en el regazo, se mantuvo inmóvil y distante. Paseó una mirada inexpresiva por aquello que se suponía que era su hijo y luego la dejó clavada otra vez en la pared de tablas de palma del cuartón. Allí colgaba de un clavo un rústico calendario de madera donde rezaba en grandes letras de imprenta la fecha del día: 27 de agosto de 1939.

Ahora, mientras Lavinia hablaba, Rosaura no estaba allí. Su mente no estaba allí. Se había ido fuera del cuartón de tablas de palma que años atrás construyó Don Hilario Villarreal, para que Lavinia pariera a toda su descendencia, y donde ella misma acababa de hacer otra aportación al clan familiar.

Pero nada de eso era verdaderamente importante para ella.

Rosaura había salido momentáneamente de los límites del reinado de su madre. Vagaba en plena madrugada por las lomas, que cercaban como celosos guardas el valle de Mameyal de Caujerí. Ahora desde allá arriba, probablemente estaba viéndolo tal y como lo vio por primera vez su abuelo materno, Don Leandro Villarreal, cuando llegó en plena Guerra del 68 a esas mismas lomas, de la mano de una exótica burguesa griega que lo cambió todo por amor. La menor de las hijas de Lavinia seguía fugada de su cuerpo, andaba por el lecho del río saltando sobre las viejas y gastadas piedras cubiertas de musgo de sus riberas o escondiéndose en la enmarañada espesura de sauces llorones y mangles rojos de la ciénaga. Serpenteaba entre las hojas verdinegras de los platanales del Taita Facundo, hechas tiras por el viento y reino indiscutible de jubos y lagartijas. Se enroscaba por los troncos grises y armoniosamente deformes de las palmas barrigonas, para luego planear etérea sobre el cafetal y reposar aletargada bajo el follaje húmedo y dulzón de los naranjos.

La Rosaura extracorpórea que flotaba aquella madrugada sobre el valle neblinoso de Mameyal de Caujerí no tenía ninguna preocupación que la perturbara. Ni Lavinia, ni el padre de la criatura que acababa de alumbrar, ni la criatura misma. Rosaura reposaba absolutamente tranquila en el descanso de su viaje nocturno. Sólo una ligera inquietud le hacía pensar que tenía un detalle pendiente, algo poco relevante desde luego.

Y es que no sabía exactamente cómo sentaría en la familia la noticia de que se había quedado muda.



oOo

Paradójicamente, el desapego filial que Rosaura mostró desde entonces, concentrándose en aquella incomprensible labor artesanal de sombrerería, contribuyó en gran medida al sustento del hijo al que había rechazado. 

Después de reponerse de la sorpresa que le causó escuchar las primeras palabras de su nieto, la anciana Lavinia tomó buena nota de aquel inusitado comentario. 

Los sombreros que cada noche aparecían apilados como por encantamiento en el patio trasero, fueron a partir de ese día cuidadosamente almacenados en el cobertizo y transportados cada viernes en el carretón de Eulogio a los pueblos de la comarca donde tuvieron una gran aceptación. 

Lavinia asignó con muy buen ojo esta tarea a Robustiano el menor de los hijos de Séptima, que aceptó encantado. El negocio prosperó con rapidez y sus dividendos empezaron a ser más que suficientes para alimentar, vestir y calzar a Leandro, retribuir con comisiones a Robustiano y al carretonero e incluso engrosar cada mes la cuenta bancaria que le abrió Lavinia en forma de caja de tabacos enterrada debajo de su cama, “por si al pobre le pasa algo, que Dios no lo quiera”.

Rosaura sin embargo, siempre estuvo al margen del trasiego comercial que generaba su trabajo. 

Continuaba ida del mundo, trenzando fibras como una araña triste sin percatarse siquiera del destino de su obra, repitiendo cada mañana siempre a la misma hora su peregrinación al palmar en busca de materia prima y levantándose del taburete sólo para comer, dormir o dar respuesta a una necesidad apremiante de su cuerpo. 

Cuando Loreta o Menelao salían por alguna causa al patio trasero, entonces se levantaba sin mirarlos y trasladaba su labor fuera del rancho, del otro lado de la cerca, en el mismo sitio donde la infortunada Cocó Chanel había dejado de existir. 

El odio visceral que siempre profesaron los dos hermanos mayores a la menor, después del mutismo de ésta se tradujo en esquivarla y evitar cualquier proximidad física con ella, actitud a la que Rosaura correspondió en la misma medida. 

Desde el primer día del embarazo de Leandro, Rosaura se había negado en rotundo a comer lo que cocinaba la obesa Loreta para toda la familia, asumiendo ella misma su propio sustento. También dejó de ocupar el puesto que siempre tuvo en la mesa entre Inocencia y Menelao. Comía sola y de pie en el portal, mirando fijamente la cresta verde de las montañas que rodeaban Mameyal de Caujerí. 

Rosaura simplemente dejaba que el tiempo transcurriera sin importarle en absoluto qué le depararía después, e ignorando las señales que iba dejando a su paso. Ni siquiera parecía darle importancia a su pelo, que nunca más volvió a cortarse y que crecía con extraordinaria rapidez, ya más abajo de las nalgas. A veces el pelo se enredaba en las fibras de guano y se quedaba atrapado en el complicado tejido de algún sombrero. Entonces lo arrancaba de un vigoroso tirón y continuaba impertérrita con su creación. 

En el entramado verde de hojas de palma, quedaba encerrado para siempre un mechón azabache de la cabellera de aquella mujer que, por alguna razón, se había olvidado de vivir.

"El Guayabal"


Carlos Ferrera, 1999

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