Por Carlos Ferrera
“Las
muchachas de La Habana
no
tienen temor de Dios,
Y se
van con los ingleses
en
los bocoyes de arroz…”
Si se pregunta a cualquier habanero de raza que no haya faltado mucho
al colegio, qué pasó durante la Toma de La Habana por los ingleses, sabrá
responder rápidamente que en el siglo XVIII la ciudad fue ocupada por Gran
Bretaña contra la voluntad de sus habitantes.
Si el preguntado fue de niño un alumno aplicado, añadirá que el
conflicto se saldó con el intercambio de La Habana por La Florida. Pero solo si
fue un “Abelardito” ratón de biblioteca, se animará a comentar que los
españoles de paso también recuperaron Manila, perdida a manos de los ingleses
poco después de La Habana. Y por supuesto, podrá contar algo sobre la defensa
heroica que hizo de Guanabacoa el corajudo Pepe Antonio, mulato liberto, regidor
de la villa y único héroe local recordado en la escaramuza.
Pero después de estos elementales apuntes de colegio, la mayor parte de
los habaneros lo tendrá difícil para agregar algo más a ese “conocido” capítulo
de la Historia de Cuba, en realidad, muy desconocido.
Los cronistas de la revolución decidieron que con saber eso, ya era
suficiente. Quizás no convenía aplaudir demasiado en los colegios comunistas, al
histórico aliado del peor enemigo del castrismo, reconociendo que al final, su
paso colonial por la capital cubana, no fue tan terrible como nos contaron. Pero
Reino Unido no volvió a ser un tema en Cuba, hasta bien entrado el siglo XX,
cuando pasó por allí el libertino y enamoradizo Eduardo VIII, con la explosiva
Wallis Simpson.
En el siglo XXI, el pueblo cubano ha vivido un momento inédito -e
insólito- con la visita real del Príncipe de Gales y la Duquesa de Cornualles,
y el acontecimiento se presta para rememorar la más extensa e íntima de
nuestras experiencias con la Corona inglesa.
El próximo agosto se conmemoran 253 años de La Toma de La Habana por
los ingleses, y sigue siendo el momento cumbre de nuestro corto idilio con el Imperio
Británico, por encima del concierto de los Rolling, e incluso de la llegada de
las guaguas Leyland, desde el lejano puerto de Southampton, que le aguó los
ojos de emoción a más de un habanero, por allá por los 60s.
El secuestro de la capital de Cuba por el insistente Tercer conde de
Albemarle, nos llenó de desazón, dolor y angustia al principio, pero nos
benefició notablemente durante casi un año, y abrió de pronto el camino a un
futuro próspero y hegemónico para La Habana en la escena del Caribe colonial… que
se cerró con igual celeridad. A los once meses, Albemarle ya nos había devuelto
a nuestro antiguo dueño, y Su Majestad Carlos III nos acogió de regreso en sus coloniales
brazos.
George Keppel, 3er Conde de Albemarle |
Continuamos bajo el yugo de una España inferior a Inglaterra en casi
todo, y condenados a pagar por aprender a hablar inglés, por toda la eternidad.
LO QUE SABEMOS
Castro nos hizo un tráiler, pero la película entera está documentada
casi al minuto por relatores contemporáneos y posteriores, que describieron las
cosas tal y como sucedieron, con las sombras de la temible Inglaterra invasora,
y también con las luces de una ocupación responsable que solo nos dejó
beneficios.
Si bien los ingleses fueron extremadamente violentos durante el sitio y
toma de La Habana, otra cosa bien distinta fue su ocupación y convivencia
posterior con los habaneros.
Se considera que la descripción más antigua y veraz que se tiene de los
días del sitio y secuestro de La Habana por Gran Bretaña, proviene de varios
capítulos de las “representaciones”, que hizo el Obispo de La Habana, Pedro
Morell de Santa Cruz, al monarca español Carlos III, sobre las infracciones de
los tratados de rendición de la ciudad. La acción bélica está también muy
referenciada en la correspondencia personal entre este Obispo, y el conde de
Albemarle, el nuevo gobernador inglés.
Pedro Morell era dominicano hijo de españoles, con inquietudes
intelectuales afines a la Corona, y sólidos principios éticos y religiosos. Fue
el autor, entre otros libros, de “La visita eclesiástica”, una de las más
importantes fuentes de información sobre la Isla en el siglo XVIII, y considerado
el primer censo de la historia de Cuba.
Monseñor Morell, que era un católico irredento, fue la única figura
pública que se enfrentó abiertamente al anglicano conde de Albemarle después
del sitio, llegando a entablar con él un crispado, pero interesantísimo diálogo
epistolar, que resultó ser, siglos más tarde, la mejor referencia original
escrita sobre la gesta. El disentimiento frontal de Morell con el Conde,
provocó que éste lo deportara poco después a La Florida, pero Morell continuó
escribiendo cartas desde allí, esta vez a Carlos III.
Más cerca de nuestros días, Jorge Mañach, Fernando Ortiz, Emilio Roig
de Leuchsenring y Ciro Bianchi Ross, entre otros, han descrito este pasaje de forma
brillante, aunque con historicismos de distinto enfoque.
Hay al menos cuatro investigaciones que merecen consulta, por su
rigor documental y rápida lectura: el libro de Celia Mª Parcero Torre, “La
pérdida de La Habana y las reformas ilustradas en Cuba (1760-1773)”, la tesis
del catedrático de Historia de la Universidad de Sevilla, Sigfrido Vázquez
Cienfuegos, “La Habana británica; once meses claves en la Historia de Cuba”, y
dos volúmenes imprescindibles del historiador Gustavo Placer; “Los defensores
del Morro” e “Inglaterra y La Habana. 1762”.
Así que, como hay mucha literatura de referencia, prescindiré en lo
posible del teque histórico para improvisar un paseo por lo que pasó, a muy
grandes rasgos. Sepan perdonarme los historiadores preciosistas, porque iré
solo a lo relevante y haré énfasis en lo trivial.
LA GUERRA DE LOS 7 AÑOS
En 1756 arranca la Guerra de los Siete Años; Rusia, Prusia y Francia se
atacan entre sí en el corazón de Europa. Simultáneamente, Gran Bretaña, que no
forma parte del conflicto, aprovecha la confusión para enviar parte de su flota
a acosar las posiciones francesas en el Nuevo Mundo. Franceses e ingleses se
enzarzan a una batalla encarnizada en distintos puntos del continente nuevo.
Los españoles ven entonces peligrar sus posiciones, sobre todo dos; La
Habana, el puerto de control comercial y militar más estratégico del Caribe, y
la próspera Nueva España, único paso terrestre a la rica Norteamérica, casi
toda por conquistar.
Cuba ya había sido víctima de indiscriminados ataques de piratas y
corsarios ingleses y franceses desde 1565. Tuvimos las violentas visitas de Francis
Drake y Henry Morgan, pero también algún susto de la propia Corona
Británica, que probó un par de fintas para calibrar nuestra resistencia a una
ocupación.
A tal efecto, la escuadra del vicealmirante inglés Edward Vernon, apareció
silenciosa un mediodía de 1739 frente a la playa de Guanabo, y al año siguiente
frente al puerto de La Habana. En ambas ocasiones no hubo mayores consecuencias
que el nerviosismo lógico de los españoles. Pero los ingleses solo jugaban al
despiste, porque sus primeras apetencias de la Isla, estaban en el extremo opuesto
de su geografía.
CUMBERLANDIA
El primer intento de invasión se concretó tres años después. En 1741, Gran
Bretaña envió una pequeña escuadra a sitiar la bahía de Guantánamo, y
desembarcaron finalmente allí para montar un chiringuito a la cañona, que
nombraron «Cumberland». “La bahía de Cumberland tiene en su interior, porción
de buenos puertos…” informaba un emisario al rey inglés.
Así que fueron los ingleses los primeros en imaginar Guantánamo como una
base militar estratégica. Estimaban que era un enclave inmejorable desde el que
podían tomar después la próspera Santiago de Cuba, y una excelente base de
operaciones, caso de planear una invasión total del resto de la Isla por el sur.
Una vez en tierra, intentaron conquistar la región, pero la complicada topografía
del terreno les impedía avanzar, y los guantanameros les dispensaron un
recibimiento a tiro limpio, frustrando así el intento de Inglaterra de dejarnos
una Cumberlandia tatuada en el mapa.
No puedo dejar de pensar que, de haberse concretado aquel amago de
conquista, hoy tendríamos una base naval de Cumberlandia, los guantanameros
habrían sido “cumberlanders”, y Joseíto le habría cantado a una Guajira Cumberlandera
dos siglos más tarde.
Carlos III "El Político" de España |
El poco agraciado, pero resolutivo soberano español Carlos III “El
Político”, ya venía de ser rey de Nápoles y Sicilia, así que no era profano en
cuestiones de gobierno.
Pero en 1762, Carlitos andaba estrenando trono español,
y quería significarse. Tenía un montón de ambiciones por cumplir y muchos odios
personales guardados en su corazón para la familia real británica. El narizón andaba muy resentido con la ocupación inglesa de Gibraltar y parte de Honduras, y
la pérdida de la colonia francesa de Quebec. Carlos III estaba caliente.
Jorge III "El Loco" de Inglaterra |
Por eso no se lo pensó dos veces y firmó un acuerdo con el sofisticado
Luis XV “El Bien Amado” de Francia, para protegerse mutuamente del belicoso
Jorge III, “El Rey Loco” del Reino Unido. El documento incluía un tratado
comercial que, básicamente sustituía la injerencia británica en las Indias Españolas, por la francesa. Se llamó “Tercer Pacto de Familia”, y fue rubricado
por ambos monarcas el 15 de agosto de 1761.
Luis XV “El Bien Amado” de Francia
|
Además, el monarca español subestimó el potencial militar de los ingleses, viéndose de pronto inmerso en un conflicto bélico para el que no contaba con recursos navales suficientes.
Pero para Jorge III, que era un hombre de malas pulgas y mecha
corta, la componenda franco española fue demasié.
El 2 de enero de 1762 se le
acabó la paciencia, le declaró la guerra a España, y armó una poderosa escuadra
naval, frente a la que puso al mando al almirante George Pocock, y como comandante en jefe a George Keppel, Tercer Conde de Albemarle.
Y Albemarle era un señor muy insistente cuando se trataba de coser una ciudad a cañonazos desde el mar.
El conde de Albemarle con la tradicional casaca mamey del ejército británico. |
La mañana del 6 de junio de 1762, los habaneros se levantaron con 76 gigantescos
buques alineados frente a su bahía con el estandarte del Reino de Gran Bretaña.
53 de ellos, eran navíos de guerra armados con 200 cañones y 25.000 soldados
ingleses a bordo. Era la mayor expedición bélica del Viejo Continente que había
cruzado el océano Atlántico hasta entonces y la teníamos frente al Morro. La
visión del espectáculo desde tierra, seguramente debió ser laxante.
Al cabo de un angustioso mes y medio de sitio y el bombardeo constante de
todas sus fortalezas costeras, Albemarle tomó posesión de La Habana y de un segmento
de sus playas del este, llegando hasta el pueblo de Guanabo. Solo pudieron
ocupar su lado costero, porque en el interior, los nativos se mostraron
intratables, pero los imagino en las horas chichas bañándose y tomando el sol antes de entrarle de lleno al asedio del Castillo de los Tres Reyes
del Morro.
La Habana se rinde finalmente el 12 de agosto de 1762 y firma el acta
de capitulación. Habían muerto 3700 españoles y criollos, y 5000 ingleses; la
quinta parte de los invasores. Fue la mayor escaramuza naval de toda la historia
americana, hasta el siglo XIX.
Así describe un texto anónimo aquellos días, en que el olor del salitre
mezclado con fritanga de pescado, tan característico de la concurrida plazuela
del Muelle de Luz, desapareció sin dejar rastro, para dejar durante meses un
fuerte olor a pólvora en toda la villa:
“El polvo espeso de la destrucción cubría la ciudad y los truenos de
pólvora remecían los tejados, las columnas, los soportales, las mansiones, los
campanarios, los fuertes, las tabernas, los prostíbulos del puerto. Los últimos
niños, mujeres y curas que aún quedaban dentro de las murallas huyeron a
Managua, un poblado en el sur que les había servido de refugio desde que
comenzó un mes antes el asedio. Toda la villa estaba en pie de guerra, pero el
viento de la mañana que soplaba desde el mar traía el olor amargo de la
derrota. Tras 44 días de sitio, el gobernador de Cuba, Juan de Prado Malleza
Portocarrero y Luna, sabía que, a esas alturas, todo esfuerzo era en vano. (…) El
13 de agosto de 1762, cuando se abrieran otra vez las murallas y algunos
negocios, los habaneros vieran ondear en el asta mayor del Morro el signo inequívoco
de la tragedia. Allí, sobre los muros con boquetes dejados por el cañón
enemigo, cerca del faro recién apagado, el viento cálido del verano movería de
un lado a otro las barras rojas sobre fondo azul de la Union Jack. Caía la
fortaleza “inexpugnable” que había costado tanto dinero en otros tiempos, que
el rey Felipe II la buscaba con prismáticos desde España. Y con ella, caía la siempre
fiel Habana...”.
José Antonio Gómez de Bullones (Pepe Antonio)
|
No queda bien en los actuales libros escolares cubanos, recordar a los
niños que, igual que Pepe Antonio defendió Guanabacoa, lo hicieron también
otro lugareños, criollos y españoles, con el mismo
arrojo, y algunos incluso perdiendo la vida.
Junto a José Antonio Gómez de Bullones —Pepe Antonio para siempre—, estaban Luis de Aguiar, Agustín de Cárdenas y Laureano Chacón. Pero como el de Pepe, sus heroísmos quedaron apenas en lo folclórico, como añadidos de los historiadores posteriores para engordar el ego patriótico de los cubanos de las generaciones futuras.
Junto a José Antonio Gómez de Bullones —Pepe Antonio para siempre—, estaban Luis de Aguiar, Agustín de Cárdenas y Laureano Chacón. Pero como el de Pepe, sus heroísmos quedaron apenas en lo folclórico, como añadidos de los historiadores posteriores para engordar el ego patriótico de los cubanos de las generaciones futuras.
En Cuba se han escrito verdaderas tonterías, en intentos fútiles por
colar una falsa “conciencia patriótica cubana” en la trama de La Toma de la
Habana por los ingleses.
Un ejemplo flagrante es el absurdo artículo de Tania
Ramírez, “Toma de La Habana por los ingleses, reafirmación de la cubanía”, del
que ya solo el título da ganas de hacérselo tragar a su autora. Dice Tania, en su estulticia revolucionaria:
“Y es que, desde entonces, los nacidos en la Mayor de Las Antillas
comenzaron a considerarse cubanos, y reconocieron que sus intereses diferían de
los de sus ancestros provenientes de la península ibérica. Pepe Antonio, el
defensor de La Habana contra los ingleses devino símbolo de la lucha contra la
dominación extranjera y su uso del machete como arma defensiva fue validado
años más tarde por los mambises en las largas guerras por lograr la independencia
de Cuba del imperio español”.
No vale la pena comentar esta sandez, pero lo haré. La Patria no existía -ni se le esperaba- en
1762; no había fervor libertario, ni inquietudes independentistas notables
entre los criollos; ni siquiera teníamos una bandera que representara un
sentimiento nacionalista propio. Apenas se empezaba a esbozar una primitiva “sensibilidad
nacional”, pero profundamente españolizada, bajo la égida siempre vigilante de la Metrópoli
peninsular.
La Habana era Cuba española, y quienes la defendieron no eran
“patriotas cubanos”. Negros mulatos, blancos, libertos y esclavos, todos los
que empuñaron un arma para defender la ciudad, eran vasallos de los Reyes Católicos de España, aunque jamás pisaron -ni pisarían- la Península en sus
vidas. Hablar de "cubanía" entonces, es un despropósito y una muestra de supina ignorancia histórica.
EL GOBERNADOR ESPÍA
Los españoles se dejaron aflojar La Habana por ineptos, y casi lo
merecieron. Aunque la ciudad ya había recibido devastadoras visitas piratas, la
autoridad colonial no consideró raro que, en el periodo de paz, tras La Guerra
de la Oreja de Jenkins, apareciera por La Habana, como un turista, el almirante
inglés Charles Knowles, gobernador de Jamaica, “como gesto de buena voluntad”,
según él.
Sir Charles Knowles
|
Igual que hace unos días hizo Cuba con Charles Windsor and The Gang, el
gobierno local de entonces recibió en 1841 a su tocayo, a mesa y mantel con
“alfombra y placement”, para que se paseara libremente por la ciudad, y
husmeara en sus alrededores y en sus principales fortificaciones.
Apenas Knowles regresó a Londres, se sentó a dibujar planos y a
escribir un informe pormenorizado de su visita a La Habana, aconsejando al pie,
“que se atacara la plaza en caso de guerra”. El documento estaba destinado a
Jorge III El Loco, Rey de Inglaterra. Nunca hubo ejercicio de espionaje más
productivo y fácil.
Pero incluso sin tener el informe Knowles, La Habana hubiera
sido poco pan para los ingleses.
Las autoridades españolas les entregaron prácticamente la ciudad en las manos, no sin antes equivocarse en casi todo, capitaneados por un gobernador español inepto, lento y estúpido, que fue superado por la situación y cuestionado duramente después por la población civil; Don Juan de Pedro Malleza Prado Portocarrero. Intuyo que ni siquiera sabía dibujar.
Las autoridades españolas les entregaron prácticamente la ciudad en las manos, no sin antes equivocarse en casi todo, capitaneados por un gobernador español inepto, lento y estúpido, que fue superado por la situación y cuestionado duramente después por la población civil; Don Juan de Pedro Malleza Prado Portocarrero. Intuyo que ni siquiera sabía dibujar.
Quiero detenerme un poco en esta criatura, porque suele pasar inadvertida
en los libros, y sus ineptitudes nunca se evidencian lo suficiente.
JUAN DE PEDRO MALLEZA PRADO PORTOCARRERO,
EL INÚTIL
Juan de Pedro Malleza fue Marqués del Real Transporte y Capitán General
de Cuba entre 1761 y 1762. Su corto mandato se recuerda básicamente por la
estupidez, incompetencia y debilidad mostradas en la defensa de La Habana durante
los días del asedio.
Solo unos meses antes, el 13 de mayo de 1761, Carlos III lo había nombrado
gobernador y capitán general de la Isla en Madrid, advirtiéndole que preparara
rápidamente la defensa de La Habana, porque pronto entrarían en guerra con Inglaterra.
Pero Juanito dejó pasar 9 meses antes de ocupar su cargo el 7 de
febrero de 1761, obligando a Carlos III a poner mientras tanto a Pedro Alonso
como Gobernador interino en su lugar. En realidad, al nuevo gobernador le
aterraba irse a la Isla ante la inminencia de un ataque inglés.
Llegó finalmente a Cuba en febrero de 1962, intentando dar un golpe de
efecto. Se hacía acompañar de los hermanos ingenieros militares franceses
Francisco y Baltasar Ricaud, para iniciar las obras de fortificación de La
Cabaña y hacer mejoras en el Castillo de los Tres Reyes del Morro, como le
había indicado el paciente Carlos III. Pero era todo teatro.
Lejos de comenzar inmediatamente con su cometido, Juan de Pedro Malleza
se lo tomó con calma. Tanta, que dio tiempo a que la ciudad se infectara de fiebre
amarilla, el temible vómito negro que causó una gran crisis sanitaria en la
población habanera. No había mano de obra para trabajar en las fortificaciones,
así que De Pedro Malleza puso a sus ingenieros a “estudiar” los planos de las
obras, a la espera de que sanaran los pocos operarios que la epidemia dejó
vivos.
Fueron muchas las veces que, durante 1762, De Prado recibió información
de que La Habana iba a ser atacada inminentemente por fuerzas británicas, pero se
hizo el loco. No preparó a sus tropas para la defensa encomendada, ni implementó
la cooperación con las fuerzas navales francesas destacadas en el cercano Cabo
Haitiano, a pesar de que el jefe de aquel fuerte, el almirante galo Courbon de
Blenac, le envió varios avisos proponiéndoselo.
Da un poco de grima comprobar el paternalismo con que algunos cronistas
posteriores, han intentado ocultar la incompetencia de Juan de Pedro Malleza,
incluso insinuando que “hizo lo que pudo”. Hizo muy poco, y lo hizo muy mal.
El gobernador no puso a punto la escasa y precaria artillería con la
que contaba para la defensa de la ciudad, que necesitaba 500 cañones y solo
disponía de 340. De ellos funcionaban 107, contados por él mismo dos semanas
antes del sitio, quiero pensar que no con los dedos. El Virrey de Nueva España le
prestó otros 69 cañones más 171 artilleros, pero no fue suficiente.
Ya en pleno sitio, Juanito siguió dando pruebas de sus pocas luces, cometiendo
errores que serían definitivos en la caída de la villa, entre ellos, descuidar
la protección de los accesos a La Cabaña. Tampoco habilitó la comunicación
entre los soldados españoles y las milicias civiles, de modo que se tirotearon
entre ellos. Ante el desastre, De Prado mandó a destruir las baterías y ordenó
el abandono de La Cabaña, la fortaleza más fácil de defender de todas.
Batería del Castillo del Morro durante la defensa de La Habana
Dominic Serres 1772
|
Después emitió una orden aún más descabellada: tras cerrar la garganta
de acceso a la bahía con la cadena de hierro que había previsto el ingeniero
Juan Bautista Antonelli en 1585 para estos casos, Juan de Pedro Malleza ordenó el
hundimiento de los tres mejores buques españoles en la boca del estuario, con
la intención de impedir que entraran los barcos ingleses. No cayó, pobre
cretino, en que con esta macarrónica estrategia inutilizaba también el puerto
para la escuadra propia. De Pedro mataba moscas con perdigones y las remataba a
cañonazos.
Por si fuera poco, Hevia, uno de sus almirantes, olvidó quemar su flota
antes de abandonarla, y cayó intacta en manos británicas. Y para cerrar su
triste liderazgo en la contienda, a pesar de la inminente caída de la plaza, De
Pedro no tomó ninguna medida de urgencia para sacar de la capital los tesoros
de la Corona ni los de los particulares. Así que los ingleses solo tuvieron que
llegar y ponerse a llenar sacas.
Se hicieron así de un botín adicional de varios millones de pesos en
plata acuñada, además de considerables cantidades de azúcar, tabaco, cacao y
cuero. “Se pagó medio millón de pesos a cada uno de los principales jefes; el
conde de Albemarle y el Almirante Pocock, mientras que a cada soldado se dio poco más de veinte pesos y algo menos a cada
marino”, describe el Obispo Morell en sus cartas.
Los verdaderos héroes fueron el capitán español Luis de Velasco, que
murió en la defensa del Morro, su segundo al mando el Marqués González, -después
inmortalizado en una calle del barrio-, y el jefe de milicias de Guanabacoa, el
famoso Pepe Antonio.
En el Libro de Defunciones de la parroquia de El Calvario, aparecen
notas en los meses de julio y agosto de 1762, de puño y letra de su prelado
titular, el cura Pedro Castro Palomino, miembro de una familia habanera de
abolengo.
Palomino tuvo que dejar el puesto al ser designado capellán de las
tropas locales, pero sus apuntes ponen de manifiesto que también se luchó fuera
de las murallas. Los milicianos civiles de El Calvario emprendieron acciones
combativas durante el conflicto, y murió gente en la refriega. Castro Palomino
se refiere a los entierros de 14 vecinos que murieron defendiendo la ciudad; “6
criollos del pueblo, dos canarios y tres y pardos libres, también vecinos”.
En contraste, -aunque también probatorio de que hubo pugilato en Extramuros-, se documenta el 25 de julio la batida en retirada del coronel
español Caro, desde la loma de Jesús del Monte y del Mazo, hacia la loma de San
Juan, hoy enclave del Hospital Aballí.
La retirada de Caro evidenció la poca entrega a la defensa de la ciudad de los españoles, comparada con la actitud heroica de los criollos. El propio Caro le escribe al blandengue gobernador Juan de Prado Malleza el 18 de junio, “la gente de campo se presenta a combatir como voluntarios, pero carecen de armas de fuego. En Managua y San Juan puede ser (que) haya algunos con escopetas...”.
La retirada de Caro evidenció la poca entrega a la defensa de la ciudad de los españoles, comparada con la actitud heroica de los criollos. El propio Caro le escribe al blandengue gobernador Juan de Prado Malleza el 18 de junio, “la gente de campo se presenta a combatir como voluntarios, pero carecen de armas de fuego. En Managua y San Juan puede ser (que) haya algunos con escopetas...”.
La cruz de la batalla fue el derrotado ejército español, desmoralizado
y objeto de burlas de propios y ajenos, que tuvo que marcharse con el rabo
entre las piernas delante de todos los habaneros. En el viaje transoceánico de
regreso a España, y en otros viajes de deportación a América del Norte,
murieron cerca de 500 hombres más, que estaban heridos o enfermos.
Juan de Prado, Hevia y otros oficiales españoles sobrevivientes, fueron
trasladados a España en un convoy español, y en Madrid fueron juzgados, y en
principio, condenados a muerte. Pero Carlos III, que en el fondo era un cacho
de pan, les conmutó la pena por 10 años de destierro a 40 leguas fuera de la
Corte, y a la privación perpetua de sus empleos. Incluso después, el castigo le
pareció demasiado, y absolvió a algunos de ellos con la restitución de sus
sueldos y honores.
Pero Juan de Prado Malleza Portocarrero pagó su incompetencia muriendo
en 1770 en la prisión salamanquesa de Vitigudino.
MANAGUA:
LAS TETAS PROTECTORAS
Los que no somos de allí, solo recordamos Managua cuando vemos sus dos
tetas montañosas en una foto. Pero Managua fue el refugio de los habaneros
durante la ocupación, y eso siempre hemos de agradecerlo a aquella tierra, hoy
dejada de la mano de Dios.
Las Tetas de Managua |
“Cuando empezó el sitio y bombardeo de La Habana, gran parte de la
población -frailes, monjas, enfermos, mujeres, niños y ancianos- fueron
evacuados de la ciudad a toda prisa”, cuenta Alcázar. Y continúa:
“Iban protegidos por cinco hombres armados, e iluminados por las llamas
de los barrios extramuros incendiados, salieron al anochecer de la amurallada
ciudad en búsqueda de refugio en las poblaciones cercanas a la capital. Entre
estas estaban El Calvario, Managua y Santiago de las Vegas. El viaje fue largo
y penoso, bajo un fuerte aguacero que convertía los caminos en lodazales,
haciendo aún más difícil la marcha. Las largas filas avanzaban temerosas de ser
atacadas por los ingleses, por lo que el miedo, el cansancio y lo difícil del
camino agotó a los que buscaban refugio, pero finalmente fueron recibidos
cariñosamente en las mencionadas localidades, a pesar de lo escasos recursos que
ellos mismos poseían. Los refugiados fueron ubicados en las estancias, ingenios
y en las poblaciones, recibiendo cada uno un real y dos al cabeza de familia
para ayudarlos en su manutención".
El 10 de junio se designó a Juan Ignacio Madariaga, Capitán del navío “El
Tigre” como comandante general y gobernador subdelegado de la Isla, para todo
lo que ocurriese fuera de la ciudad sitiada. Madariaga se situó en
el ingenio Marrero, en las proximidades de las alturas de Managua, y desde allí
organizó el abastecimiento de víveres y municiones que llegaban desde otros
lugares de la Isla.
Así que, en la práctica, Managua devino subcapital de Cuba siendo
apenas un ingenio con una pedanía alrededor. La zona fue fortificada y armada
con artillería defensiva, y también sirvió de cárcel provisional para los
prisioneros del ejército enemigo. Se conserva un diario de un autor desconocido,
fechado el 17 de julio de 1762, en el que se anota:
“(…) Los que vinieron del Puerto Príncipe [Camagüey] fueron a
Guanabacoa y hallaron muchos enemigos enfermos, y los llevaron al pueblo de
Managua, en donde habían cerca de 800 prisioneros, quienes se habían rebelados
contra los nuestros, y les costó muy caro pues quedaron muy pocos vivos. En Managua
se informó de la captura de dos espías ingleses, los cuales fueron
ajusticiados, uno ahorcado en una mata de aguacate que existía en la plaza de
la iglesia y el otro fusilado en el batey del propio ingenio Marrero”.
Managua fue además vital para el avituallamiento de provisiones para la
ciudad sitiada. El historiador Gustavo Placer señala como ejemplo, que “Don
Lorenzo Montalvo, dueño del ingenio Ojo de Agua, en El Calvario, entregó, sin
pedir pago alguno, bueyes, herramientas e incluso su dotación de esclavos, de
los cuales murieron 23 en las tareas de defensa, arruinándose con ello su
ingenio. También Gonzalo Recio de Oquendo, que poseía un ingenio en Managua, proveyó
de alimentos al ejército y a las milicias, lo cual realizó acopiando reses en
San Juan, Calvario, Managua y Santiago de las Vegas. Su excelente labor fue
reconocida en el acta del Cabildo del 20 de agosto de 1762”.
También se refiere la captura de dos espías ingleses, después
ajusticiados; "uno ahorcado en una mata de aguacate de la plaza de la iglesia y
el otro fusilado en el batey del ingenio Marrero". Fueron acciones reales, pero
insuficientes.
Managua no pudo servir de trampolín para recuperar La Habana, pero jugó un importante papel como refugio de la población, y apoyo exterior de los que se quedaron defendiendo la ciudad.
Managua no pudo servir de trampolín para recuperar La Habana, pero jugó un importante papel como refugio de la población, y apoyo exterior de los que se quedaron defendiendo la ciudad.
LA HABANA BRITÁNICA
Algunos historiadores republicanos y después casi todos los afines a la
revolución cubana, -salvo excepciones honrosas-, suelen cargar tintas en lo
nefasto de la ocupación inglesa, poniendo toda la tensión, la violencia y el
mal rollo del lado británico.
La realidad es que las peores malas vibraciones no surgieron entre ocupantes
y ocupados, sino entre la población civil y la autoridad militar española
derrotada y sus afines. De hecho, este desencuentro fue muy bien
utilizado por los ocupantes en su beneficio.
La población autóctona criticó duramente la poca pericia militar mostrada por el gobernador, lo responsabilizó de la pérdida de la ciudad, e incluso llegó a acusar a varios oficiales españoles de traición.
La población autóctona criticó duramente la poca pericia militar mostrada por el gobernador, lo responsabilizó de la pérdida de la ciudad, e incluso llegó a acusar a varios oficiales españoles de traición.
El “reinado inglés” solo tuvo efecto real en La Habana; el resto de Cuba continuó siendo técnicamente español. El dominio británico se ejerció en la jurisdicción de Intramuros hasta el 6 de julio de 1763, fecha en que se restauró la soberanía española, en virtud del Tratado de París.
Pero antes, quitando los bombazos y los rencores posteriores, La Habana
vivió 11 meses de colonial esplendor extranjero, mal que le haya pesado a
Castro y su combo.
LOS DÍAS QUE FUIMOS INGLESES
Cuando los soldados británicos entraron triunfales con sus casacas
rojinegras a La Habana el 14 de agosto de 1762, Inglaterra tomaba posesión del
puerto más importante de las Indias Occidentales españolas.
El ejército de Su Majestad Jorge III se quedó también con un valioso
equipamiento militar, 1.828.116 pesos españoles y mercancías valoradas en otros
1.000.000. Pasaron a su poder, además, 400 cañones, 3 fragatas, 9 embarcaciones
menores, algunos buques armados pertenecientes a las compañías mercantiles de
La Habana y Caracas, y dos nuevos buques de línea que los gaitos tenían casi
terminados en los astilleros.
Las mayores tensiones entre ingleses y locales, se originaron por las
quejas que cursó el Obispo Morell a Carlos III, que acusó a Albemarle de corrupto
por exigir durante los primeros meses, un impuesto exagerado a las grandes
fortunas criollas y al clero católico, enemigo acérrimo de la Iglesia Anglicana.
Pero fuera de eso, y de la desagradable sensación de vivir ocupados por
el peor enemigo de España, en realidad los habaneros no tuvieron razones de
peso que esgrimir contra los ocupantes, y sí, mucho que agradecerles.
El Edicto Público que promulgó el propio Albemarle el 4 de noviembre de
1762, prohibía dar dádivas y regalos al gobernador o a cualquier otra
autoridad, considerando “tan servil costumbre” –muy frecuente en la anterior
administración– como una práctica corrupta. Por lo tanto, Albemarle no podía
cometer la torpeza de aceptar ningún regalo”, dice el historiador Cayetano
Alcázar. Alcázar consideraba que “la gestión de Albemarle estaba en consonancia
con los rigores propios de toda dominación militar y de la política impositiva normal
de cualquier ocupación”.
Una ocupación que el historiador británico Hugh Thomas –el más veraz de
los relatores ingleses del suceso–, y luego el propio Alcázar, calificaron de
“muy beneficiosa, pues los impuestos españoles extremadamente gravosos (emolumentos,
donativos, almojarifazgo, alcabalas y averías) dejaron de ser pagados por la
población, aumentándose las imposiciones a los ciudadanos de las clases ricas.
No caben juicios morales ni éticos aquí. Albemarle fue más que justo
con esa medida, teniendo en cuenta que no era lo común en las colonias de
ninguna de las potencias de entonces, que gravaban al pueblo y favorecían al
contribuyente rico. Todavía muchos gobiernos de hoy tienen esa asignatura
pendiente.
Desde el principio, gran parte de los criollos acaudalados de la ciudad
obedecieron, e incluso convencieron a sus vecinos de que era conveniente
“contribuir con el ejército ocupante", explica Alcázar. Por supuesto, el obispo
Morell siguió en su línea, y los denunció a todos como colaboradores del
enemigo y traidores a la Corona española.
También varios mercaderes que habían mostrado apoyo a los ingleses durante el asedio, -como el magnate azucarero Don Pedro de Estrada, que había sido encarcelado por eso-, salieron de la cárcel y fueron los primeros en beneficiarse del nuevo comercio británico.
También varios mercaderes que habían mostrado apoyo a los ingleses durante el asedio, -como el magnate azucarero Don Pedro de Estrada, que había sido encarcelado por eso-, salieron de la cárcel y fueron los primeros en beneficiarse del nuevo comercio británico.
Para Manuel Moreno Fraginals, "este suceso histórico fue fundamental
para la historia tradicional de la isla, donde mito y realidad se confunden”.
¿Justifica acaso así el historiador, el limbo de medias verdades contadas sobre los hechos, tras la ocupación? Me temo que sí.
Y esta reflexión nos lleva a un asunto sensible que vale la pena aclarar.
Y esta reflexión nos lleva a un asunto sensible que vale la pena aclarar.
LA ESCLAVITUD DURANTE LA OCUPACIÓN
Ortiz y Moreno Fraginals son mis referentes vernáculos entre los
cronistas de la Historia de Cuba, como lo es Álvarez de Cañas en la crónica
social. Pero debo reconocer que el maestro Moreno no pudo escapar al
lacrimógeno sentimentalismo nacionalista y “patriótico” en que cayeron investigadores
posteriores, cuando escribieron sobre el tema. Y entrecomillo “patriótico”,
porque insisto en que La Patria en juego entonces, era la española, porque la nuestra
era aún una entelequia.
Manuel Moreno Fraginals |
Fraginals dice que “durante el dominio británico se recrudece la
barbarie esclavista en una colonia donde, al decir de los propios ingleses, los
amos de esclavos eran los más humanos de todas las colonias europeas. Los
documentos de la época revelan cómo decenas de negros y mulatos huyeron
aterrorizados de la ciudad conquistada, a donde el invasor traía un régimen de
trabajo perfeccionado para extraer al esclavo hasta la última gota de
productividad”.
A mi entender modesto, Moreno Fraginals incurre en un error histórico imperdonable,
ponderado la crueldad colonial inglesa –de la que no se tiene ni un solo
testimonio– sobre la española, de la que se tienen tantos. También da una
importancia exagerada a lo que en realidad no pasó de ser una simple anécdota,
entendida en el contexto racista y colonial del momento.
Las “decenas” de esclavos huidos, contra los casi 20.000 que se
quedaron, no parece tener mucha relevancia. Sí la tiene, que centenares de
negros esclavos hicieran lo mismo durante todo el período colonial hispano,
antes y después del sitio inglés, huyendo de la crueldad de los españoles, que
sí está ampliamente descrita.
Además del vómito negro, que había diezmado un gran número de esclavos
el año anterior, gran parte de ellos murió durante el asedio, enviados a pelear
por sus dueños criollos y peninsulares. Sorprende la ingenuidad del escritor
Waldo Acebo Meireles, columnista de “Cubaencuentro”, en su artículo “La toma de
La Habana por los ingleses: acciones y consecuencias extramuros”. El autor se
pregunta con una candidez casi infantil, “qué impulsó a los esclavos a
arriesgar su vida defendiendo un régimen que los oprimía bárbaramente. ¿Se les
prometió la libertad? ¿Se les amenazó? ¿Se les engañó? No hay una respuesta”.
Era el siglo XVIII, Waldo, aterriza, compañero. Era irrisorio que, a esas
alturas, los españoles y criollos dueños de dotaciones, pidieran su parecer a
sus esclavos antes mandarlos a la guerra.
Fueron enviados al frente, como iban todos los días a cortar caña, estimado Waldo. Pudo haber excepciones; amos “compasivos” que no permitieran que sus esclavos participaran en la defensa, pero negarse al pedido del gobernador inglés era firmar una sentencia de muerte. Incluso en los casos en que el esclavista consiguiera escamotear alguno de sus siervos, para librarlo de entrar en combate, pensaría seguramente, más en su valor de mercado, que en su vida. Más aun, cuando estaba claro que tras el conflicto y las bajas, el precio de un esclavo se pondría por las nubes.
Fueron enviados al frente, como iban todos los días a cortar caña, estimado Waldo. Pudo haber excepciones; amos “compasivos” que no permitieran que sus esclavos participaran en la defensa, pero negarse al pedido del gobernador inglés era firmar una sentencia de muerte. Incluso en los casos en que el esclavista consiguiera escamotear alguno de sus siervos, para librarlo de entrar en combate, pensaría seguramente, más en su valor de mercado, que en su vida. Más aun, cuando estaba claro que tras el conflicto y las bajas, el precio de un esclavo se pondría por las nubes.
Desde la perspectiva humanista del siglo XXI, quizás pueda criticársele
a Albemarle su gestión del comercio y el trabajo esclavo durante la ocupación,
pero no más que a la autoridad española anterior. Si bien la importación de
mano de obra africana fue el rasgo más notable de su administración, no puede
negarse que, con ella, le dio un impulso considerable a la industria azucarera,
y con él, al resto de la economía.
Nuestros cronistas –y también los españoles–, pecan casi todos de
paternalismo colonial, mostrando una sensiblería francamente ridícula al
referirse a la situación de la esclavitud durante la ocupación inglesa.
En el caso de los cubanos, es una suerte de síndrome de Estocolmo con
España, que se advierte fácilmente en sus palabras conmiserativas con los gaitos, pero críticas y punzantes con los ingleses,
siendo ambos colonialismos, igual de sangrantes. Presentan como monstruos
insensibles a los británicos, sin una sola prueba, pasando por alto que los
españoles alcanzaron niveles de crueldad con sus esclavos, a los que no llegó
nunca el Conde de Albemarle, o al menos, no se tienen referencias de eso.
Cuando solo habían transcurrido dos semanas de la ocupación, Albemarle
abrió el puerto habanero al comercio con todas sus colonias en el Nuevo Mundo e
introdujo 10.700 nuevos esclavos traídos desde ellas, o comprados “ad hoc” a
los negreros. El Conde cerró tratos con traficantes de esclavos ingleses y
portugueses, para proveerse de mano de obra barata que le permitiera
reconstruir lo que había destruido, y echar a andar la maltrecha economía de la
Isla. Pero también facilitó que los vecinos de la ciudad los adquirieran para
sí:
“Se contabilizan 3262 negros bozales comprados por los vecinos, unos
para haciendas y otros para negociar con ellos. Muchos comerciantes ingleses
recibieron permiso para la importación masiva de esclavos y para la primavera
entrante, Cuba era una floreciente colonia inglesa”, refiere Alcázar.
Aparece aquí un personaje oscuro: John Kennion, un mercader irlandés a
quien Albemarle autorizó en exclusividad la trata de esclavos en la ciudad.
Kennion se hizo millonario en seis meses importando esclavos africanos, pero
Albemarle le exigió que solo podía venderlos “a precios inferiores a los
habidos con anterioridad”, dice Gustavo Placer.
En consecuencia, a finales de 1762, y contra lo esperado, bajó
sensiblemente el precio de los esclavos, lo que facilitó que más habaneros con
posibles, pudieran adquirirlos para activar las economías de sus empresas. Hoy
lo vemos como una forma inhumana de enriquecimiento, pero era perfectamente
normal en el XVIII, y nuestros colonizadores españoles continuaron
practicándola con nosotros durante un siglo más.
Es cierto que Albemarle exigió en la capitulación, que les fueran
entregados todos los esclavos del rey español. Pero también lo es que las
“barbaries” a las que hace subjetiva referencia Moreno Fraginals, solo fueron
cometidas por algunos comerciantes habaneros sin escrúpulos, que ganaron
fortunas apresando negros que ya eran libres, para vendérselos después a los
particulares. La actuación de Albemarle se limitó a la compra y gestión del
trabajo esclavo en las obras públicas de la ciudad, como cualquier gobernante
colonial de la época.
NECESITAMOS REZAR…
No puede negarse que existieron “roces” con la ocupación de las
iglesias católicas y los hospitales, casi todos en manos de órdenes religiosas
hispanas.
El catolicismo español, y el de los cubanos, por extensión, temía más a los ingleses anglicanos por herejes, que por ingleses. Pero estas asperezas quedaron apenas en terreno teológico, y ninguna terminó en una tragedia relevante. Sobre esto, escribe Gustavo Placer:
El catolicismo español, y el de los cubanos, por extensión, temía más a los ingleses anglicanos por herejes, que por ingleses. Pero estas asperezas quedaron apenas en terreno teológico, y ninguna terminó en una tragedia relevante. Sobre esto, escribe Gustavo Placer:
“Hubo vandalismo y profanación de templos, (...) hubo hasta cortesía
entre los soldados y la población, llenos de un sentimiento patriótico se
apreciaba un desconcertado abuso de los licores vendiéndoselos a las tropas y
dándoles plátanos y piñón de botija en el licor para causarles enfermedades o
envenenarlos de muerte. Aunque las familias más católicas mantuvieron su celo
hacia los invasores, lo cierto es que las cosas luego se relajaron y hasta hubo
mujeres jóvenes que, para escándalo de los más fieles, contrajeron matrimonio
con los ingleses por el rito protestante”.
También el Libro de Bautismos y de Matrimonios de la iglesia de
Managua, registra al menos un bautismo de un inglés, que se convirtió al
catolicismo para poder casarse con una joven habanera.
Recomiendo un interesante artículo de Adrián Camacho Domínguez publicado
en la revista universitaria venezolana “Tiempo y Espacio”, titulado “El
trasfondo religioso de la devolución de La Habana Inglesa”, muy ilustrativo del
choque entre el culto católico y el anglicano durante los días de la ocupación.
Camacho hace un análisis profundo del conflicto religioso que se generó con la
presencia británica en La Habana, muy pródigo en detalles ecuménicos a los que
no tengo tiempo de referirme. Pero sobre todo deja claro que las desavenencias
de credo entre ambas partes, no tuvieron, ni de lejos, las connotaciones sangrientas
de los choques entre los dos cultos en la Europa de entonces.
La mayor afrenta a la fe católica de los capitalinos, por parte de los
ingleses, fue la ocupación (¿profanación?) de las iglesias de San Isidro y San
Francisco de Asís, que Albemarle le “decomisó” al Obispo Morell, para celebrar
allí los domingos sus rituales anglicanos. Morell debió caer en coma.
Aspecto actual del interior de la Basílica de San Francisco de Asís |
En el caso de San Francisco de Asís, además de la capilla anglicana,
Albemarle instaló allí su Cuartel General y una logia masónica. Cuando los
españoles recuperaron la ciudad, clausuraron el templo, por considerarlo
“impregnado de herejía”. Me encantaría saber cómo consiguieron “desimpregnarlo”
en 1763.
Exterior de la Basílica de San Francisco de Asís durante el sitio Dominic Serres |
La religión era entonces, como hoy, el pan del pueblo, y Albemarle,
previendo un posible bateo religioso, no creyó oportuno quitárselo de la dieta
a los habaneros. Y estuvo claro.
¿Y EL PUEBLO LLANO, QUÉ?
En general, la población de a pie acogió a los ingleses, primero a
desgana y con rencor, porque Albemarle obligó a muchas familias habaneras a
acoger –y alimentar– a los soldados ingleses en sus casas. Fueron los días en
que se corrió la voz de que a un inglés se le podía mandar al otro mundo con
una mezcla de platanito maduro y licor de botija.
Pero Albemarle se curó en salud, y advirtió a los improvisados anfitriones, que pagarían con sus vidas cualquier atentado por vía alimentaria contra la salud de sus soldados.
Pero Albemarle se curó en salud, y advirtió a los improvisados anfitriones, que pagarían con sus vidas cualquier atentado por vía alimentaria contra la salud de sus soldados.
Después vino un corto período de resignación y adaptación a la nueva
situación, pero al final de la invasión, los habaneros trataban a los ingleses
con encubierta chanza y hasta con cierta camaradería. Sin embargo, los “ataques
de patriotismo” de escritores españoles y cubano posteriores han sembrado confusión
en la re-lectura de este segmento de nuestra historia, provocando que se
cuestione constantemente el modo en que los habaneros recibieron a los ingleses.
Y sucede, porque los cubanos hemos leído poco sobre eso.
El escritor e historiador inglés Hugh Thomas presenta el asunto desde
su perspectiva británica. Según él, “una vez capitulada la plaza, todos los
peninsulares se marcharon, quedando sólo las autoridades criollas, y la
colaboración se dio desde el propio Cabildo, debido a las malas relaciones
reinantes entre criollos y peninsulares. Finalmente, los dos alcaldes de La
Habana, Pedro José Calvo de la Puerta y Pedro Beltrán de Santa Cruz,
continuaron en sus puestos celebrando audiencias, al igual que los seis
regidores y los otros miembros del Cabildo con misiones concretas”.
Hay que decir que, a gran parte de los miembros del nuevo gobierno, los
unían lazos familiares e intereses comunes. Eran la oligarquía de la ciudad, la
clase económica imprescindible para los ingleses, cuyo apoyo era crucial en los
planes de control colonial de la Isla.
Inglaterra necesitaba el soporte político, el dinero y la mano de obra
de los esclavos en poder de las grandes fortunas para echar a andar la nueva
Habana inglesa. Así que lo primero que hizo Albemarle fue distender tensiones
con la oligarquía azucarera, banquera y tabacalera del país. Sus principales
exponentes eran dueños también de esclavos y propiedades en el interior no
conquistado, y Albemarle sabía que, en un futuro, el acceso a esas riquezas
pasaba por una buena relación con sus dueños.
De modo que, a partir de noviembre de 1762, desapareció el ambiente
bélico de la ciudad, y ocupantes y ocupados empezaron a aprender a convivir, e
incluso a colaborar.
Con frecuencia se veían luces de fiesta en el Castillo de La Punta, domicilio del gobernador, debido a algún banquete que celebraba Albemarle para agasajar a los españoles ricos y a los criollos “de sangre azul”. La Habana comenzaba a ser inglesa.
Con frecuencia se veían luces de fiesta en el Castillo de La Punta, domicilio del gobernador, debido a algún banquete que celebraba Albemarle para agasajar a los españoles ricos y a los criollos “de sangre azul”. La Habana comenzaba a ser inglesa.
No se habla apenas de eso, pero proliferaron los casamientos, uniones y
concubinatos entre las habaneras y los soldados británicos, a pesar de que las
jóvenes que se animaban a intimar con los ingleses, eran fuertemente criticadas
por la opinión pública. Prueba de ello es el fragmento de una carta escrita por
un religioso jesuita habanero anónimo al Prefecto de Sevilla Don Javier Bonilla
en diciembre de 1763:
“Sin embargo en este corto tiempo no dejamos de llorar el desorden de
algunas mujeres que abandonando su religión, su honor. sus hijos y su patria,
se han embarcado con ellos, y dos que contrajeron matrimonio según el rito
protestante”.
Y los cubanos, que desde entonces ya poníamos letra y música a todas
nuestras cuitas, se inventaron una tonadilla que “se hizo viral” en los barrios
habaneros, aludiendo a las mujeres que se marchaban en los buques de carga a Inglaterra con sus esposos:
Las mujeres de La Habana
no tienen temor de Dios
pues se van con los ingleses
en los bocoyes de arroz.
Reconozcamos, rompiendo una lanza en favor de aquellas pobres cubanas, que en el XVIII era muy complicado encontrar a un buen partido que
las desposara. La perspectiva de contraer nupcias con un inglés y partir a
Europa, alebrestó a muchas habaneras osadas que gustosamente accedieron al
requerimiento de boda de los soldados británicos.
Al tema se refiere Acebo Meireles, cuando asegura que “conseguir marido
era algo bastante difícil, los matrimonios ajustados y arreglados llevaban
años, múltiples gestiones y complejos análisis, y en muchos casos los planes
culminaban en la entrada casi forzosa de la frustrada casadera en un convento.
Pienso que eso pone todo el asunto en otra perspectiva”. No puedo evitar pensar
en un paralelo con las jineteras de hoy.
Se produjeron uniones de todo tipo, pero por lo general las cubanas abandonaban
la fe católica para abrazar la anglicana, así que el caso de la managüense y el
inglés no era común, porque fue él quien renunció a su religión por la fe de su
amada, aunque seguramente eso le costó la excomunión.
Comercialmente, la capitulación hizo desaparecer el monopolio de la
anquilosada Real Compañía, y facilitó la apertura del puerto al comercio
inglés. Los cambios fueron más que inmediatos:
Desde América del Norte comenzaron a llegar a La Habana, comerciantes de
alimentos y tratantes de caballos, y desde Inglaterra arribaron vendedores de
lienzos, lana y vestidos. Durante los seis primeros meses de ocupación, el
puerto de La Habana recibió más de 700 barcos mercantes, cuando solo entraban
15 al año en tiempos de España.
Pero si para la Isla, esto significó una inyección de progreso, el
negocio no proporcionó a los ingleses los dividendos esperados, y este sería
uno de los motivos que dieron lugar a la restitución de la plaza a España.
Además, la ciudad había caído en manos inglesas por un conflicto que rebasaba
sus fronteras, y dependía de decisiones que no se tomaban en La Habana ni en
Madrid.
Entonces Francia, agotada tras años de guerra y con su imperio colapsado,
solicitó renegociar sus colonias con Inglaterra en junio de 1763, y el requerimiento
afectó a otros países, entre ellos, a Cuba. París marcó el futuro de La Habana.
GOOD BYE LONDON,
HOLA MADRID
El desaliento francés contagió también a su aliado español Carlos III. Pero,
aunque a España y a Francia no les estaba yendo bien, Inglaterra tampoco
aguantó el tirón. La guerrilla del rebelde filipino Simón de Anda, impidió a
los ingleses extender su dominio por esas tierras, así que Jorge III "El Loco" vio pertinente volver a sentarse en la mesa a negociar, antes de perder Filipinas del
todo.
El nuevo ministro inglés de Guerra, Lord Bute, era contrario a la vieja
máxima colonial británica del “toma y conserva”, y estaba dispuesto a
desprenderse de alguna de sus posesiones con tal de que se acabara el conflicto.
De modo que le propuso a Francia la devolución de Guadalupe y Martinica a
cambio de Norteamérica entera.
A los franceses les venía de escándalo, pero para Carlos III
significaba poner en manos británicas la importante ruta comercial del golfo de
México.
Finalmente, y contra todo pronóstico, Lord Bute reconoció el derecho de
España a conservar la capital de Cuba, y consintió en ceder a Carlos III la
Luisiana, y devolverle La Habana y Manila, a cambio de La Florida, con la
promesa de renovar sus tratados de comercio con Madrid cuando terminara la
guerra.
Otro condicionante fue la importante industria azucarera. Hasta
entonces, la reina del azúcar caribeño no había sido Cuba, sino la Jamaica inglesa. Pero
la pujanza de su industria había llegado a su techo, porque se le acabaron las
tierras de cultivo. Las posiciones británicas de Barbados y Antigua sufrían ya
el mismo problema, y encima el precio del azúcar en las Indias Occidentales británicas superaba el del azúcar francés caribeño.
Por fin el 3 de noviembre Inglaterra, España, Francia y Portugal rubricaron
un borrador de paz en Fontainebleau, y el 10 de febrero de 1763 firmaron el
Tratado de París, que daba por finalizado el conflicto.
España cedió finalmente a Gran Bretaña La Florida y los territorios del golfo de México, a cambio de la devolución de La Habana y Manila, y el dominio de La Luisiana francesa. Portugal, aliado de Jorge III "El Loco", sin demasiado esfuerzo, recuperó la colonia del Sacramento.
España cedió finalmente a Gran Bretaña La Florida y los territorios del golfo de México, a cambio de la devolución de La Habana y Manila, y el dominio de La Luisiana francesa. Portugal, aliado de Jorge III "El Loco", sin demasiado esfuerzo, recuperó la colonia del Sacramento.
Carlos III designó al cauteloso Conde de Ricla para representar a la
Corona en el traspaso de poderes, y el Conde apareció en un barco frente a las
costas habaneras el 30 de junio de 1763. Pero no entró a tomar posesión hasta
el 6 de julio, para dar un margen de tiempo a las autoridades británicas para abandonar
para siempre la ciudad.
¿Y DESPUÉS?
Después de la marcha de los ingleses, Carlos III ordenó a Ricla que liberara
a los esclavos destacados durante el sitio por su valor. El gesto le costó un
dinero; Ricla tuvo que pagar a los habaneros esclavistas 14.600 pesos por 156
esclavos que se convirtieron en libertos.
En 1774, se hizo el primer censo oficial en Cuba (el Obispo Morell
había hecho otro antes, por propia iniciativa) y el conteo arrojó que La Habana
tenía una población total de 171.620 habitantes, de los cuales 44.333 eran
esclavos.
Los traficantes que trajo Albemarle, siguieron operando en la ciudad al
servicio de la Real Compañía para traer más esclavos, algo que olvidan siempre
los cronistas admiradores de España.
Los españoles se encontraron con una economía floreciente, y no
quisieron cambiar demasiadas cosas de las que hicieron los ingleses. La
apertura al comercio británico, y el acceso de La Habana a sus productos y
servicios, contribuyó posteriormente al desarrollo de la agricultura y el
progreso de la capital cubana. La ocupación inglesa abrió a España una nueva
perspectiva económicas; se introdujeron 5000 esclavos, se construyeron nuevos
ingenios, y en diez años se duplicó la producción de azúcar cubano.
A Ricla le tocó mejorar las fortificaciones de las que no se ocupó De
Pedro Malleza, y además, cerrar los casos de disidencia política derivados de
la ocupación. En su tesina “La Habana británica”, Sigfrido Vázquez Cienfuegos describe
este escenario:
“A pesar de la paz había temor por una posible reanudación de las
hostilidades, por lo que el conde de Ricla ordenó a don Alejandro de O´Reilly el
organizar la futura defensa de la capital, haciéndose un plan de fortificaciones. Ricla
hubo de ocuparse de las denuncias contra Sebastián Peñalver y Gonzalo Recio de
Oquendo enjuiciados el 12 de agosto de 1763. Se le sometió a un procedimiento reservado,
de larga duración, con una sentencia favorable del 29 de agosto de 1766, en la
que se aceptaban las alegaciones hechas por ambos, considerando que actuaron de
ese modo por evitar que el gobierno cayera en manos más crueles. (…) Peñalver
murió, en Ceuta, pero Gonzalo Recio de Oquendo fue perdonado después, e incluso
le fue concedido el título de marqués de la Real Proclamación”.
Un historiador habanero de apellido Valdés, nacido después, en 1870,
cuenta que “No debió ser tan sencillo y plácido el paso de una jurisdicción a
otra”, insinuando que a los habaneros ya hechos al dominio inglés, les costó
aceptar el cambio de dueño, suponiendo que volverían a un colonialismo igual de
cruel, pero más pobre.
Más tarde Antonio Bachiller y Morales, en sus “Apuntes para la Historia de las Letras Cubanas” cuenta que después Valdés quiso autocensurar su obra por temor a las posibles represalias de España. Había vuelto a La Habana el terror colonial, pero era terror español, y parece que por eso, más aceptable para los cronistas aquejados de aquel Estocolmo hispano.
Más tarde Antonio Bachiller y Morales, en sus “Apuntes para la Historia de las Letras Cubanas” cuenta que después Valdés quiso autocensurar su obra por temor a las posibles represalias de España. Había vuelto a La Habana el terror colonial, pero era terror español, y parece que por eso, más aceptable para los cronistas aquejados de aquel Estocolmo hispano.
LO QUE QUEDÓ EN LA LENGUA
La ocupación británica también nos dejó tres expresiones populares, que hoy son perlas de nuestro coloquial criollo:
“Trabajar para el inglés” es la mejor forma que tenemos para definir un esfuerzo baldío, del que se beneficia otro. Pero la frase la acuñaron los habaneros del siglo XVIII, cuando cuestionaban a algunos de sus paisanos sus simpatías políticas; quien era sospechoso de apoyar al ejército ocupante, “trabajaba para el inglés”.
Todavía los cubanos hacemos las cosas “de a Pepe”, aludiendo a los testículos de aquel arrojado regidor mulato de Guanabacoa. Y también nos referimos a un momento crucial, como “La Hora de los Mameyes”, porque “mameyes” llamaba el vulgo habanero a los soldados ingleses, por el contraste cromático de sus casacas rojinegras, parecido al de la semilla y la masa de la fruta cubana. Se le llamaba también así, al momento de concentración diaria de las tropas británicas para el toque de queda en la explanada de La Punta, o en general, cuando los soldados ingleses irrumpían en algún sitio de la ciudad, por imperativos del orden.
Por otra parte, los cronistas criollos denominaron desde entonces a Inglaterra como “La Pérfida Albión”, un sobrenombre al hilo del título de un poema del diplomático francés de origen español Agustín Louis Marie de Ximénèz; “L´ere des Français”, en el que el autor arenga a España, instándola a atacar a Inglaterra en sus propias aguas, para recuperar la Isla perdida.
Pero no nos quedó ni una sola frase inglesa en el idioma, lo que demuestra que la transculturación colonialista no se podía implementar a la cañona, y que sus huellas difícilmente quedaban en el ADN de los colonizados, por no haber mamado de la cultura invasora el tiempo suficiente.
Y también nos quedó claro que los pueblos se acomodan a sus gobernantes, cuando pueden comer y tener plata en el bolsillo. La independencia se convierte entonces en un asunto secundario, y a veces, ni siquiera es un tema.
LO QUE QUEDÓ EN LOS SÍMBOLOS
Los sucesos de la Toma de La Habana por los ingleses fueron reproducidos, choteados, y dibujados por decenas de artistas contemporáneos y posteriores al sitio.
Pero de todas esas representaciones, quedó para siempre un guiño agradecido a la ocupación inglesa, en el antiguo escudo de la provincia de La Habana creado en 1919, antes de que Castro la hiciera desaparecer en 1997, para dividirla en Ciudad Habana y Mayabeque.
Escudo de La Habana, 1919 |
El especialista cubano en Protocolo y Ceremonial, numismático brillante y mi amigo personal, Maikel Arista-Salado, explica en su libro “Los Escudos Cívicos de Cuba”, que recomiendo:
“La semiología asignada a este escudo fue la siguiente: Por las dos aristas superiores, un tributo histórico a la influencia inglesa en la provincia de La Habana, origen directo de su desarrollo y prosperidad, a virtud de la decisiva influencia de la conquista inglesa de La Habana, por la que se abrieron los puertos de Cuba al comercio del mundo, hasta entonces cerrados. Además, inglesa fue la primera locomotora que vino a esta provincia, y la primera máquina de vapor de ingenio de hacer azúcar; por Inglaterra vino aquí la caña de azúcar de Haití, riqueza principal de Cuba, y por Inglaterra se abolió en nuestra Isla la odiosa trata, regenerando y honrando así el trabajo libre y dignificador”
De modo que La Toma de La Habana por los ingleses, además de facilitar el programa reformista de Carlos III, liberalizar el comercio e instaurar una administración más eficaz con la creación en 1764 de la Intendencia de La Habana, -primera de América-, dejó trazas de “agradecimiento” en nuestros símbolos territoriales, que tienen más valor por haber sido incluidos en el diseño, dos siglos después de haber tenido lugar la ocupación.
SOÑAR LA HABANA EN INGLÉS
No tengo la menor química con los ingleses, y soy consciente del genocidio que el colonialismo británico perpetró contra los pueblos que colonizó. Pero no fueron menos bárbaros que los españoles, los portugueses o los holandeses; todos dejaron pasajes negros en las páginas de la Conquista.
Quizás este artículo levante suspicacias, y alguien interprete que soy un nostálgico del colonialismo británico. NO. Simplemente he querido ser coherente y objetivo con este trozo de nuestra Historia, que todavía hoy se enseña de forma sesgada en los colegios cubanos
Intento imaginar La Habana que tendríamos hoy, si la ocupación de Albemarle no se hubiera renegociado a posteriori y hubiéramos seguido siendo súbditos de la Corona inglesa hasta la era moderna.
Quizás este artículo levante suspicacias, y alguien interprete que soy un nostálgico del colonialismo británico. NO. Simplemente he querido ser coherente y objetivo con este trozo de nuestra Historia, que todavía hoy se enseña de forma sesgada en los colegios cubanos
Intento imaginar La Habana que tendríamos hoy, si la ocupación de Albemarle no se hubiera renegociado a posteriori y hubiéramos seguido siendo súbditos de la Corona inglesa hasta la era moderna.
Probablemente La Florida habría seguido siendo un fanguero durante algún siglo más. En los mapas, los cartógrafos reales se la dibujaban a Carlos III con ambiciosas fronteras más allá los límites de la Florida de hoy. Pero en realidad, la presencia de España por allí entonces, era menos que testimonial; apenas un fuerte y una bandera ondeando en su techumbre. Los españoles no habían conquistado territorio alguno, ni sometido a los nativos seminolas.
En cambio, Cuba, de haberse vuelto inglesa, quizás se habría puesto a la cabeza de aquellas 13 colonias primigenias que cimentarían más tarde a los Estados Unidos como nación, pero que entonces apenas eran rústicos pueblos alrededor de un fuerte. Entonces La Habana era ya una longeva ciudad “moderna” de dos siglos y medio de vida, aun a pesar del encierro tecnológico y cultural al que España sometía a sus colonias.
Me gusta imaginar a las negras y mulatas libertas de los prostíbulos de Extramuros, en plena faena, aprendiendo a articular sus primeros tacos en inglés con sus nuevos clientes británicos, y también a las familias criollas de abolengo tomando el té de las cinco con el Conde de Albemarle.
Imagino cómo sería el ocio y la cultura por aquellos días de ocupación. Aun no teníamos ni un solo teatro, pero ya se improvisaban funciones en los corralones y casonas solariegas de Intramuros. Por Juan José Arrom y Rine Leal, sabemos que en ese período nació el ‘choteo’ en aquellos escenarios primitivos denominados “casas de comedia”. ¿Cuántos chistes no se harían a costa de los ingleses, aprovechando la barrera del idioma?
Pero salvando los destrozos que hicieron ellos mismos a cañonazos durante el sitio, los británicos se encontraron una ciudad que empezaba a presumir de un patrimonio artístico y arquitectónico apreciable. La arquitectura encontraba una identidad propia en la isla en los primeros grandes edificios públicos, los templos religiosos y las residencias de las familias peninsulares y criollas de abolengo. Intramuros crecía con hermosos palacios y grandes casonas.
Y los ingleses, que le dan trapo y pan de oro a todo lo que encuentran en su camino, quizás nos habrían dejado a los cubanos de hoy, una Habana británica rutilante. ¿O quizás sería como es hoy Antigua, un país del que se habla tan poco, que parece que no existe? ¿Quién sabe? Las decisiones coloniales se tomaban en el XVIII por razones que escapan al sentido común del siglo XXI. Las colonias éramos simples barajas en un tapete verde, y pasábamos de mano en mano de jugadores ambiciosos, cobardes, perversos o interesados.
Mi idea romántica de una Habana inglesa conservada, la visibilizo siempre en una refulgente Giraldilla, chapada en pan de oro.
La veo girando en la cúspide de su emplazamiento original, la torre nueva del Castillo de La Punta, recortándose contra el azul del cielo como la veleta que fue concebida, en honor a nuestra primera gobernadora femenina, Doña Isabel de Bobadilla.
La veo girando en la cúspide de su emplazamiento original, la torre nueva del Castillo de La Punta, recortándose contra el azul del cielo como la veleta que fue concebida, en honor a nuestra primera gobernadora femenina, Doña Isabel de Bobadilla.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
Pedro Morell de Santa Cruz - “Representaciones a Carlos III”
Gustavo Placer - “Los defensores del Morro” e “Inglaterra y La Habana. 1762”.
Ciro Bianchi Ross - “Entre libros y cañones”. Artículo publicado en Juventud Rebelde.
Hugh Thomas - “Cuba, la lucha por la libertad”
Arcadio Ríos - “Hechos y personajes de la Historia de Cuba".
Celia Mª Parcero Torre - “La pérdida de La Habana y las reformas ilustradas en Cuba”
Sigfrido Vázquez Cienfuegos - “La Habana británica; once meses claves en la Historia de Cuba”
Cesáreo Fernández Duro, - “Historia de la Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón”.
Diefendorf, Jeffry M. & Dorsey, Kirkpatrick - “City, country, empire: landscapes in environmental history”.
Jacobo de la Pezuela - “Historia de la isla de Cuba”
Ernesto Limia Díaz - “La toma de La Habana por los ingleses, un escenario previsible"
Felipe de J. Pérez Cruz - “La Habana entre tres imperios”
Luisa Campuzano - "Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios"
Cayetano Alcázar Molina - “Los virreinatos en el siglo XVIII”
Tania Ramírez - “Toma de La Habana por los ingleses, reafirmación de la cubanía”
Manuel Moreno Fraginals - “Cuba y España. Historia común” Barcelona. Grijalbo 1995.
José María Oliva - “Política exterior en el siglo XVIII”
Pablo Tornero Tinajero - “Crecimiento económico y transformaciones sociales: Esclavos, hacendados y comerciantes en la Cuba colonial (1760-1840)”
GRACIAS Carlitos, me encantò esta crònica, confieso que la esperaba! Como siempre me haz hecho reir y aprender conteporàneamente. La Historia a travès de ti adquiere una humanidad desarmante.Gracias gracias gracias!
ResponderEliminarCarli en el segmento "El Pueblo Llano Què" en el 7mo pàrrafo hay un errorcito de batidura en la fecha.
¡Gracias Reima de mi corazón! ¿Qué tal estás? Feliz de verte por aquí. Vuelve a leer el párrafo que dices a ver si la batidura está solucionada, mi querer, porfaplis... ;)
EliminarExcelente Carlitos -como nos tienes acostumbrados- una maravillosa aproximación a ésos once meses que dejaron una huella indeleble en la memoria colectiva de los comerciantes criollos habaneros al abrir el puerto al comercio con Inglaterra y todas sus colonias en el Nuevo Mundo tras eliminar los privilegios de la Real Compañía de Comercio de La Habana. Una “inyección de progreso” que en mi opinión marcó el futuro deseo de los Comerciantes Criollos de abrirse al mundo. Lo del “efecto laxante” de la visión de los 76 buques ingleses frente a la bahía de La Habana me recordó La Historia de Cuba de Virulo el humorista a partir del minuto 9:33
ResponderEliminarhttps://youtu.be/534g6uLgP9U
¡Alfre, mi triple A! QUÉ RICO VERTE POR AQUI, no recordaba eso de Virulo, recuérdame incluirlo en el post de Facebook cuando pueda publicar en mi cuenta
EliminarAlabaooo!! Esto es un testimonio de alta cátedra!! Es mucho lo que se aprende aquí y se disfruta, porque con esa chispa criolla de Ferrera, más ameno, imposible!
ResponderEliminarlOVIUUUUUUUUUUUUUUUUU TOCAYO!!
EliminarExcelente Carlos. He andado algo ocupado pero es muy bueno este trabajo. Lujoso es tenerte. Un abrazo
ResponderEliminarCuanta información que ha sido oportuna y lamentablemente obviada en la enseñanza de la Historia de Cuba.
ResponderEliminarDisfruto mucho la forma en la que escribes. Chispeante, profundo, detallado, cubanísimo. Gracias Carlos Ferrera.
EBAGUER, no te identifico, pero agradezco tus palabras y tu visita
EliminarQue rico es leer así la historia, decirle narizon al rey, cocer la ciudad a cañonazos, y laxarnos con la presencia de los buques no demerita el rigor de la escritura y al menos a mí me ha sacado una carcajada mayúscula.
ResponderEliminarSobre este tema yo fantaseo desde tiempos universitarios, en los que durante un monólogo de uno de los humoristas de Punto y Coma, nos ponía a pensar que por culpa de Pepe Antonio, el no había podido aprender a hablar inglés.
Ahora vamos al choteo, a lo mejor no habríamos tenido a Pepe, pero no hubiesen matado a los 8 estudiantes de medicina. Pero si se ponían malitos los Mameyes y se quedaban con pinar matanzas y la Habana entonces si se partía el bate. A los de Birán no los habríamos dejado pasar la cerca jajaja, tremenda capital, turismo en Habana del Este y Varadero, y Guayabita del Pinar, tabaco y barras de guayaba de la conchita por camiones. Soberana potencia premiada con visa directa Pal viejo continente....
He disfrutado ésta crónica aún a la hora leída, 4:30 de la mañana, primera vez que le leo Carlos y espero seguir haciéndolo.
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