lunes, 11 de diciembre de 2017

¡CONCHA TIRA EL AGUA QUE SON LAS 12!

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Por estos días del año, y a pesar de mi fobia navideña, suelo publicar siempre este artículo como felicitación en clave de gozadera histórica.
Es uno de los pocos regalos que me hace ilusión hacer a mis amigos cuando se está terminando el año y diciembre se vuelve insoportable. Y es peor aún para los que vivimos en latitudes donde el clima propicia la clonación desmedida de Papá Noel, los Reyes Magos y los packs de regalos de El Corte Inglés.
Yo utilizo estas fechas para recordar cómo ha sido para los cubanos la llegada del último mes del año y el advenimiento del Año Nuevo, que en mi caso particular siempre es más asqueroso que el anterior.
Hace una década que dejé de celebrar el Año Nuevo a la cubana. Y no ha sido por la frívola adopción de una cultura ajena. En buena lid, los cubanos de dentro y de fuera ya hace tiempo que nos acogimos a una festividad blanca y cristiana, con la deliberada omisión de su equivalente africana, que también heredamos, pero que a todas luces era más fea y menos prolija en regalos de Navidad.
Más allá de fatuas celebraciones religiosas, los últimos días de diciembre para los cubanos están marcados por el día primero del mes siguiente. Tuvimos la puñetera desgracia de que Agapito Castro convirtiera en fecha heroica el 1º de enero, y eso nos jodió para siempre cualquier otra celebración en un mes a la redonda.
O sea que mientras el resto del mundo cambia el ropero, hace pesebres (o los compra hechos) y se pone ciego de champán y turrón de Jijona, en Cuba hay que dispararse por televisión un cóctel de documentales de archivo del ICAIC que hacen leña del árbol caído, recordándonos por enésima vez hasta dónde nos la hemos dejado meter.
La cosa terminaba con algún programa especial presentado por Alden Night, que declamaba alguna pieza tan negra como él, y Sara González cantando “Canto y llanto de la tierra”, porque a Dios gracias, Osvaldo Rodríguez abrió los ojos (es sólo una figura literaria) y desterraron sus Marchas del Pueblo Combatiente. Además, había amenaza de discurso el día primero de enero en la Plaza, para que los borrachos del 31 no pegáramos ojo, pensando en los perjuicios que podría acarrearnos una eventual ausencia a la concentración.

Aun así, desde que nos enteramos que por esas fechas nació El Niño, los cubanos, de puertas para adentro no hemos dejado de celebrar la Navidad y el Año Nuevo con un fervor que parte el alma. Hemos violado incluso, durante algún tiempo, aquella estricta normativa de no poner en nuestras casas nada que se pareciera a un arbolito.
Eso, y los corazones de Jesús, eran un retrógrado estigma religioso del pasado, incompatible con nuestro talante ateo, materialista y revolucionario, aunque hubiera que entornar los ojos para no quedar cegados por el destello de los árboles navideños de tres pisos, que el INTUR tiene el detalle de ponerle a los extranjeros en todos los hoteles de la Isla.
La versión tropical y doméstica de la Navidad cubana es como poco, sui géneris. Se traduce en un arbolito confeccionado básicamente con la rama arrancada de un flamboyán del parque más cercano, enterrada en un cubo plástico con arena robada a cualquier vecino que esté haciendo una barbacoa, y decorado con nieve hecha de un paquete de Íntima, cadenetas recortadas de portadas de Bohemia y bolitas de papel plateado reciclado de la envoltura de las africanas del Parque Lenin. Todo eso a 28 grados a la sombra y con los Van Van de fondo.
Era una patética recreación de aquel Belén secular, pero mucho más estética –e higiénica– que el sacrificio de una joven virgen ante los varones del clan danzando encueros alrededor de una hoguera con anillos de metal en el glande. Lo hacían nuestros ancestros mandingas en la Guinea de hace cinco siglos, cuando se acercaba enero.
He dejado de celebrar el fin de año cubano, pero tampoco por aquello de que “a donde fueres haz lo que vieres”, porque si hay que hablar de tradiciones navideñas perversas, la de los españoles es de las más peligrosas del mundo: tragarse doce uvas en doce segundos, previa cuenta atrás de los cuatro cuartos de la última hora del año, que nunca hay que confundir (y que todo el mundo confunde) con las posteriores doce campanadas, que suenan diferente y tocan a uva por campanada.


Si usted es de los afortunados que ha logrado entender cuándo hay que comerse la primera uva, aun le toca sufrir la ingesta de las once restantes, un asunto harto complicado si le ha tocado un paquete de uvas grandes de cáscara gruesa con semillas, y sobre todo, si decidió despedir el año viendo por la tele o de cuerpo presente, la fiesta de Plaza del Sol de Madrid.
La maestra de ceremonias solía ser Carmen Sevilla, culpable directa de la mayor parte de las muertes por asfixia en España, desde que a alguien en Televisión Española se le ocurrió proponerla para dirigir el rito desde el Ayuntamiento, con su sordera, su dislexia y ese Alzheimer que ya veíamos venir desde “La Cera Virgen”.
Ese error de casting lo ha pagado más de un español quedándose cianótico con las uvas pegadas a la tráquea, e inerte a los pies de El Oso y El Madroño. Pero incluso he podido asimilar esta costumbre bárbara, tragándome una a una las doce uvas durante diez años sin morir asfixiado por el despiste de Carmen de España, porque a comer rápido aprendí en La Habana para poder entrarle después al plato de mis primos.

En Cuba cuando yo era chiquito, no había signos externos visibles de que había llegado la temporada navideña, pero yo lo sabía por algunos detalles sospechosos en mi familia:
Primero, mi abuelo traía en su Chevrolet un puerco comprado en bolsa negra desde Batabanó. El cerdo iba sentado en el asiento de atrás, vestido de paisano con gorra y gafas puestas, fingiendo leer un ejemplar del Granma, para burlar los controles de la policía de carretera, que, si llegaba a detectar el fraude, lo decomisaba sin remedio y guardaba bajo llave a sus acompañantes humanos.
Tengo que decir que uno de mis tíos políticos era policía de carretera, y siempre algún que otro puerco decomisado también llegaba a casa para Navidad, y a veces hasta mejor vestido que el que venía con mi abuelo de Batabanó, que entraba al barrio sin despertar sospechas, como si fuera un compañero de trabajo.
Nada más llegar el animalito, toda la familia se hacía una foto con él. Era una deferencia que aun hoy no he llegado a comprender, tratándose de alguien que al fin y al cabo acabábamos de conocer quince minutos antes, e íbamos a asesinar inmediatamente para devorarlo cuatro horas más tarde.


Terminada la sesión fotográfica, mi tío Pepe lo hacía pasar a mejor vida en el patio de atrás, utilizando un punzón de hielo que había estado afilando durante todo el día anterior. Concha su mujer, mi tía política, se desmayaba y después de volver en sí decía: “Yo es que no puedo comerme a alguien que he visto entrar aquí como una persona”.
Una vez sacrificada la noble bestia, inmediatamente entraba en acción la brigada femenina, o sea, mi abuela, mi madre, mis tías y todas mis primas. Todas menos Titina, que es lesbiana y sólo se encargaba de cargar el puerco del patio hasta la cocina y enseguida se iba para la Casa del Té de Obispo en su moto con sidecar, “pa ir a hablar un asunto ahí con Xiomara Laugart”.
En pocos minutos el pobre animal se convertía en cazuelas enteras de gandinga, chicharrones y carne asada, a las que más tarde se unirían ingentes cantidades de yuca con mojo, ensalada de tomate y lechuga, frijoles negros y platanitos fritos a discreción.
Eran antológicas las cagaleras de mi abuelo, que empezaban la noche del 24 de diciembre y no terminaban hasta bien entrada la segunda semana de enero, que era cuando regresaba Titina de la Casa del Té para desmontar la decoración de los árboles del patio y hacerle una revisión mecánica a fondo al Chevrolet.
Otra señal de que había llegado la Navidad, era que mi bisabuela Nena bajaba su muerto anual debajo de la mata de mangos del patio. El muerto en cuestión, según ella, era una gitana de Cádiz que venía por mar a decirle la buenaventura a la familia por su intermedio, pero no sé por qué la gitana, siendo española, hablaba como Miriam Makeeba.

Al principio mi bisabuela conseguía reunir un quórum decente a su alrededor, aunque yo creo que la gente iba a presenciar el trance sólo para ver cómo se le caía la dentadura postiza en los últimos espasmos de la posesión.
Durante los últimos años en que celebramos la Navidad en familia, mi bisabuela Nena se quedó sola bajo la mata de mangos porque todo el mundo se pasó a la sala a ver a mi prima Mercedes, que le quitó el protagonismo bailando una rumba de cajón encima de un televisor Krin sin caerse.
Mi bisabuela hizo un último intento desesperado por recuperar a su público en 1978, cambiando a la gitana por un chino cantonés, según ella muerto a manos de su amante masculino a finales del XVII en una lavandería de la calle Zanja. Pero su interpretación fue todavía menos convincente, por no mencionar que el chino maricón también hablaba como Miriam Makeeba.
Pero eran los setenta y aun nos divertíamos, nos emborrachábamos y comíamos, aunque no pudiéramos cantar villancicos, primero porque casi nadie sabía la métrica ni los acordes de ninguno, y segundo, porque de saberlo, el que tuviera la brillante idea de cantar uno, podía terminar en Nuevo Amanecer antes de llegar al estribillo. Pero las cosas pronto iban a cambiar. Y para peor.

Primero dejó de llegar el entrañable puerco de contrabando, cuando mi tío el policía cayó preso por apropiarse del último animal decomisado, que por cierto, era una puerca y habían conseguido entrar a casa disfrazada de Nereida Naranjo. La de vigilancia del CDR, siempre alerta, la vio entrar del brazo de mi tío y llamó a la policía. Resulta que al final ella era amiga personal de Nereida y creía que la habíamos secuestrado.


Desde entonces, en lugar de los festines con carne porcina, tuvimos que conformarnos con aquellos paquetes especiales que daban por la libreta, que podía ser por ejemplo; una manzana rusa por cabeza, una lata de melocotón búlgaro en conserva, dos libras de lentejas y un pomo de Cacao en polvo. El lote, como recordarán, podía variar de productos cada año, pero siempre disminuyendo la cantidad.
Con el tiempo, la Revolución hizo un gran esfuerzo por quitarnos de la cabeza la absurda idea de celebrar el nacimiento del hijo adoptivo de un carpintero extranjero y tarrúo. La festividad degeneró, como el resto de nuestras fechas patrias, en una fiesta del comité con caldosa comunal y otra vez los Van Van de fondo cantando “Chirrín chirrán”.
La megafonía corría a cargo de la grabadora mono de mi prima Mercedes, que para la ocasión accedía a bajarse del televisor para amplificar por él, ponerlo en la acera y deleitar al respetable con música variada. Es decir, Van Van.

En mi cuadra la caldosa se hacía con lo que podía reunirse entre las esquilmadas despensas de los vecinos. Siempre había algo de papa, calabaza, boniato y alguna verdurita que quedó del 24. Si a alguien le sobraba algún hueso de algo, ya podían caer raíles de punta que no lo donaba ni tinto en sangre, porque era para los potajes de todo el mes de enero. A veces aparecía un hueso del año anterior que había sido hervido hasta el punto de que no podía extraérsele ni una muestra de ADN, y a la gente se le aguaban los ojos de la emoción.
En cualquier caso, no se probaba ni una sola cucharada de caldosa hasta que no se entonaran las notas del Himno Nacional, destrozado por las cuerdas vocales de los borrachos del barrio, ya casi en estado terminal por el Chispa de Tren adulterado.
La parte política del acto terminaba con la lectura de un comunicado dando gracias a la Revolución “por esta caldosa que nos vamos a comer” en la voz de pito de la pionerita destacada de la cuadra, e inmediatamente todo el mundo se ponía en la cola delante de la cazuela con su recipiente.
La que repartía la caldosa siempre era tía Concha, la alérgica a la sangre. Ponía mucho empeño en no pasarse del cuarto de litro por persona, para que todo el mundo alcanzara. Era el momento cultural que indefectiblemente empezaba con el “Dale dos” de los Van Van, que como es lenta, no generaba disturbios.
Este era el instante que mi bisabuela Nena siempre veía propicio para volver a la palestra y proponerle al presidente del comité, bajar simultáneamente los muertos de Lidia Doce y Clodomira Ferrals, en un alarde nunca visto de posesión revolucionaria múltiple. Según mi bisabuela, ese acto supremo de contorsionismo espiritual, pondría muy alto el nombre de nuestro CDR. Incluso nos permitiría ganar la emulación a nivel de zona al comité de al lado, cuya santera titular el año anterior sólo había podido llegar a hacerle un par de preguntas con los caracoles a Osvaldo Dorticós, que se sabe que es un mártir de segunda sin carisma y con pasado oscuro.
Era tanta su insistencia, que al fin el pobre presidente del comité accedía a que Nena le hiciera un ensayo en privado. Después lo veíamos salir cariacontecido del cuarto de mi bisabuela, porque pasaba lo de siempre: Tanto Lidia como Clodomira se presentaban, pero hablando como Miriam Makeeba.
Sin embargo, todo aquel despropósito navideño tenía un gran aliciente al final: faltando unos minutos para las 12 de la noche, todo el mundo corría a su casa a encender el motor de la cisterna para, en un último gesto de exorcismo colectivo, tirar a la calle un cubo de agua y limpiar la mala energía acumulada durante el año.
LA TRADICIÓN
Sobre los orígenes de tan sana tradición, los historiadores cubanos nunca han podido ponerse de acuerdo. Emilio Roig de Leuchsenring, por ejemplo, sitúa el principio de dicha práctica el 31 de diciembre de 1835, día en que vino al mundo el eminente músico cubano José White.
Roig cuenta en sus “Costumbres cubanas de entonces” que aquella noche, poco después del alumbramiento del insigne violinista, y cuando sonaban las campanadas de las 12 de la noche, la criada de la casa de los White tiró por el balcón el contenido de la palangana de agua utilizada en el parto, que cayó íntegramente sobre el farolero que encendía en ese instante la luz de esa esquina de la calle de la Obra Pía, y cuyos improperios despertaron al resto del barrio.
Según Roig, desde entonces se extendió la costumbre de tirar a la calle el agua sobrante de los partos que se producían el último día del año, como señal de júbilo por la buena nueva.
La novedad se extendió al resto del país, pero como tampoco nacía un niño en todas las casas cada 31 de diciembre, y tirar agua para afuera era divertidísimo, la gente empezó a hacerlo sin que hubiera un paritorio como excusa, sólo para celebrar la llegada del año nuevo.
No obstante, el hábito parece ser importado según la curiosa versión del asunto que tenía el brillante cronista Manuel Moreno Fraginals.
Moreno Fraginals cita textualmente en sus “Notas para El Ingenio”, un fragmento de la columna de la Crónica Social del Diario de la Marina publicada el 1º de enero de 1841:


“Y se ha hecho ya alegre costumbre entre los habaneros de bien, y sin perjuicio para viandantes, berlinas, calesas o vehículo oficial de cualquier clase, lanzar a la vía pública con moderación un barreño mediano con agua clara, preferiblemente de las espitas de la Fuente de la India, alrededor de la doceava campanada, la última noche de diciembre, una divertida y refinada moda francesa que no hemos tardado en adoptar, desde que nos pusiera gentilmente al corriente del hábito, la Condesa Viuda de Merlín a su regreso de París…”.
Para Fraginals, la conspicua Condesa Viuda de Merlín -que estaba enferma de los nervios-, había observado en sus largos paseos por La Ciudad de la Luz, cómo la última noche del año se sucedían los lanzamientos de agua desde las casas regias aledañas al Sena. Yo me inclino a creer que simplemente los vecinos del lugar la recibían a cubazo limpio, cada vez que se atrevía a asomar la nariz por allí con aquellos sombreros que tenía el valor de ponerse.
La última versión y para mí la más fiable, la aportó el bien enterado cronista teatral Eduardo Robreño, que disiente rotundamente de Roig y de Fraginals, ubicando el origen de la tradición el 31 de diciembre de 1837. Según Robreño, tan húmeda costumbre vio la luz cuando, por las urgencias del Gobernador de la Isla, se trabajaba a destajo por las noches en la terminación del Gran Teatro Tacón, a inaugurar en abril del año entrante.
Segundos antes de la medianoche, un atareado operario daba los últimos toques a la soladura de la azotea y tropezó con un cubo de agua para mezcla, que terminó íntegro sobre la cabeza del calesero de los Condes de Jaruco. El pobre negro casualmente giraba por la esquina del Paseo Isabel II en su vehículo, para llevar a sus amos a la recepción de fin de año con que Tacón solía agasajar a la burguesía de la época en el Palacio de Los Capitanes Generales.
En palabras de Robreño, al calesero le costó días quitarse los restos de cemento de su rizada cabellera y de la levita carísima, que tuvo que pagar a sus amos dejándose dar cincuenta latigazos rociados con orina propia.
Pero el suceso, que no pasó inadvertido para los habaneros, generó la costumbre de echar agua con cemento cada fin de año sobre la cabeza de los caleseros, y más tarde sobre la de cualquier negro que estuviera a esa hora paseándose impunemente por intramuros. La costumbre se conserva casi intacta en el barrio habanero de Cayo Hueso, -de donde me precio de pertenecer-, con la variante de que ahora se deja fraguar el cemento y se le tira al negro directamente el bloque de hormigón resultante.
Cualquiera que sea el origen de esta líquida rutina, la cuestión es que ha calado hondo en cualquier cubano que esté orgulloso de serlo, y a mí que no me venga nadie ahora con que nunca lo ha hecho. Tiene variaciones según el lugar de la Isla en que se practica. En La Habana casi todo el mundo llena el cubo a las doce menos cinco, aunque hay barrios donde se guarda lleno desde el día anterior por los frecuentes cortes en el suministro.
Es usual entre los orientales, -que son los más quisquillosos con el rito-, limpiar previamente la casa con hielo, que es buenísimo para llevarse la mierda real y la espiritual, y luego tirar el agua del cubo lo más lejos que se pueda. Más de una vez mi tía Concha, que es de Holguín, ha bañado con agua helada de limpiar a los vecinos de la acera de enfrente. En este caso, es recomendable utilizar escarcha del congelador para no malgastar el de las gavetas.
Si usted vive en el capitalismo, su refrigerador es "no frost" y no hace escarcha, se recomienda la compra previa de un paquete de cubitos de hielo de máquina. Espiritualmente no es igual, pero el desarrollo tiene esas limitaciones.
En la zona de Vuelta Abajo se le agrega al agua humo de tabaco de temporada con unas hojitas de rompezaragüey, y en las localidades poco pobladas de El Escambray le ponen cascarilla y luego tiran el agua con cubo y todo. Pero es porque hay menos riesgo de que alguien pase en ese momento, vive menos gente y es más factible recuperar el cubo.
De todas formas, si lo han invitado a una fiesta de fin de año en Cuba, y se le ha hecho tarde por el camino, evite estar a las 12 de la noche en la calle. Estará tentando a su suerte, sobre todo si escucha desde un quinto piso el grito de guerra: 

¡Concha, tira el agua que son las 12!



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