Por Carlos Ferrera
Las carreras de volantas, inexistentes en el resto de las ciudades de las colonias, eran todo un espectáculo ecuestre en La Habana del XIX.
Para su celebración llegaban de todas partes las volantas de los mozalbetes universitarios emancipados, exitosos comerciantes de clase media y oficiales del ejército y la marina de mediano rango, cuya principal preocupación a esa hora era demostrar que tenían el vehículo más veloz y el calesero más diestro. Estas volantas eran más sólidas y compactas que las calesas de la mañana, aunque aquéllas les ganaran en elegancia y diseño.
La volanta estaba hecha para correr. Era una simple silla de posta amortiguada por un sistema de muelles metálicos atornillados a un fuerte armazón de madera, con un eje transversal en su parte posterior para alinear dos ruedas de diámetro generoso.
El armazón se aislaba del exterior con una cortinilla de paño, casi siempre negra o color vino, que podía bajarse y abotonarse por los lados para proteger a sus ocupantes de la lluvia, el sol y el fango del camino, aunque no se usaba nunca en estas lides, porque eran justamente la identificación y el reconocimiento de la multitud lo que buscaban sus dueños.
Al extremo de las barras delanteras iba enganchado un caballo de buena alzada montado por el elegante calesero, el verdadero héroe de la carrera. Eran estos abnegados y sufridos hombres de color el alma de la fiesta.
El armazón se aislaba del exterior con una cortinilla de paño, casi siempre negra o color vino, que podía bajarse y abotonarse por los lados para proteger a sus ocupantes de la lluvia, el sol y el fango del camino, aunque no se usaba nunca en estas lides, porque eran justamente la identificación y el reconocimiento de la multitud lo que buscaban sus dueños.
Al extremo de las barras delanteras iba enganchado un caballo de buena alzada montado por el elegante calesero, el verdadero héroe de la carrera. Eran estos abnegados y sufridos hombres de color el alma de la fiesta.
La multitud berreaba de placer cuando aparecían poco después de las seis de la tarde a la altura de la Zanja Real con sus amos, para competir con sus colegas en la doma del caballo, la habilidad en la montura, la velocidad y las florituras en las maniobras.
Se cortaba entonces el paso al Nuevo Prado a los transportes de tiro, que eran desviados por el Paseo de Tacón, la Calzada de Belascoaín y luego la de San Lázaro hasta la Calle de la Cárcel, debiendo acceder a intramuros por la puerta de La Punta. De ahí subían a la Calle de Cuba y luego a la Calle del Empedrado, hasta el costado de La Catedral, para terminar en la Calle del Obispo.
Cuando se daba la orden de partida, empezaba el girar violento de las ruedas, el restallar del látigo, el recular de las bestias, las voces de los caleseros y el vértigo del respetable que gritaba de placer. Los caleseros atacaban a gran velocidad las estrechas brechas entre dos vehículos sin tocarlos, forzaban el galope de sus monturas para adelantar al rival o les cerraban el paso con expertas tretas al tomar las curvas entre los vítores del público.
Eran las putas de Belén, alzándose sus sayones y enaguas hasta los muslos quienes más animaban con sus gritos a sus jinetes favoritos, mientras los hombres apostaban pequeñas sumas de dinero al ganador, siempre con un ojo en la espalda, por si aparecía de pronto una pareja de guardias. La confusión favorecía que carteristas y atorrantes ladronzuelos, hicieran su agosto en los bolsillos de los distraídos asistentes a la cursa.
Cuando caía inexorablemente la tarde y la bóveda celeste habanera adquiría esa impresionante tonalidad de rojos y azules que sólo se da en las latitudes tropicales, ganadores y perdedores se marchaban con garbo y altivez en dirección a la Zanja Real entre los aplausos y silbidos del público, que desde ese momento ya esperaba impaciente la carrera del domingo próximo.
Carlos Ferrera
"El Guayabal" 1999
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